Cada dos años, parte de mi familia se reúne para celebrar anticipadamente la Navidad. Tenemos hermosas luces navideñas, comida deliciosa, juegos divertidos y, por supuesto, mucha conversación y conexión. Es esa conexión, tan bellamente representada por la primera Navidad en la reunión de los pastores, Reyes Magos, animales y un dulce bebé, lo que realmente me encanta.
No obstante, un año, cuando comenzamos el largo viaje hacia la celebración, no me sentía bien. El viaje progresaba, pero yo no. Parecía que no podría pasar mucho tiempo conectándome con nadie. Además de no sentirme bien, estaba algo confundido, lo que no me permitía pensar con claridad. Esto me preocupaba mucho porque quería pensar con suficiente lucidez como para orar por mí mismo.
Algo que realmente aprecio de la oración es que no importa cómo sea tu oración, siempre te reorienta hacia Dios, y así es como se produce la curación. Cristo Jesús, cuyo nacimiento íbamos a celebrar durante esta visita navideña, nos enseñó a todos a orar cuando nos dio el Padre Nuestro, y me encanta cómo comienza la oración identificando a Dios como nuestro Padre. Nuestro Padre sigue siendo nuestro Padre cualquiera sea la situación en la que nos encontremos. Ese es un hecho firme e inspirador en el que podemos apoyarnos.
Pero en ese momento, sentí que no podía pensar mucho en mi Padre. A medida que me entristecía cada vez más por esto, me quedaba más callado. Y se me ocurrió una idea muy reconfortante: Simplemente agradece a Dios.
Me aferré a esta idea, amando su ternura y simplicidad. También aprecié que no fuera complicado; fue un recordatorio de que podía amar a Dios. Después de todo, ¡Él ciertamente me ama! Y recordé que la Biblia nos dice: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1.° Juan 4:19). Amar a Dios, dar gracias a Dios, es expresar y participar en Su amor.
Logré dejar de preocuparme por cómo podría ser esta visita navideña si yo seguía mal. En cambio, me quedé en el presente, solo pensando en la naturaleza de Dios. Mientras agradecía por las cosas que sé sobre Dios —que Él es bueno, cuánto nos ama a todos, cuán clara es Su comunicación— también comencé a ver que todo lo que es verdad acerca de Dios también debe ser verdad acerca de mí. Esto tenía sentido para mí, porque la naturaleza de Dios como el único creador significa que toda la creación debe expresarlo.
Me encanta la forma en que Mary Baker Eddy, la mujer que descubrió la Ciencia detrás de las enseñanzas y curaciones de Jesús, lo expresa: “El Alma, o el Espíritu, es Dios, inmutable y eterna; y el hombre coexiste con el Alma, Dios, y la refleja porque el hombre es la imagen de Dios” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 120). La gratitud a Dios me estaba mostrando más claramente lo que Dios es y, por extensión, quién y qué soy yo.
El viaje y el día estaban terminando, y sentía la dulce certeza de que todo estaba bien. Dios es bueno, y Su creación refleja naturalmente esa bondad. Así como padres, pastores y Reyes Magos humildes y atentos recibieron a Jesús, yo estaba recibiendo con agrado a esta idea sanadora, que expresa al Cristo, de que podía estar agradecido por el buen trabajo que Dios ya ha hecho al crearme infaliblemente saludable. Y pude comprender que la curación nunca había tenido que ver conmigo; la obra de Dios simplemente se reveló de una manera nueva al volverme a Dios y amarlo.
Para cuando llegamos a nuestro destino, estaba sano y disfruté de una encantadora reunión con la familia. Y la conexión que tanto valoraba con los miembros de mi familia fue un verdadero regalo; una forma maravillosa de apreciar mi propia y eterna unidad, y la de todos, con Dios.
Como aprendí esa Navidad, ¡es una alegría amar a Dios!
