Hay un anhelo perenne en la naturaleza humana de ser mejor y que nos vaya mejor. Podríamos notar que hemos sentido este impulso de manera más acentuada cuando nuestros esfuerzos por alcanzar una meta preciada parecen fracasar. Luego, a menudo nos replanteamos esos esfuerzos y hacemos las cosas de manera diferente y más eficiente. Este replanteamiento podría ampliarse aún más hacia el deseo cada vez más desinteresado de encontrar soluciones, no solo a nuestros propios problemas, sino también a problemas sociales más amplios.
En última instancia, la historia muestra que, ya sea que enfrente crisis individuales o mundiales, la humanidad se ve impulsada a responder y resolver problemas mediante el establecimiento de normas más elevadas para la humanidad, la justicia, la sabiduría y el amor. Visto de afuera, estos esfuerzos de reforma pueden parecerse a la contienda de David contra Goliat. El mal generalmente se presenta como agresivo, engañoso y alimentado por la voluntad de dominar. La bondad, por otro lado, con su amabilidad, honestidad y generosidad, puede parecer mal equipada para enfrentar el mal. Un sentido personal del bien se ve obstaculizado adicionalmente por su propia falibilidad. El apóstol Pablo lo expresó de esta manera: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:19).
El valor de la vida de Cristo Jesús es que sondeó toda la profundidad de este dilema impuesto por el mundo, reveló la verdadera fuente de las normas de justicia y amor por las que la humanidad se esfuerza, y dejó su invaluable ejemplo de cómo destruir todo mal para que nosotros lo sigamos. Escaló las complejidades de la desesperación y el engaño, la confusión y las contradicciones de un mundo afligido, oscuro y dualista. Sabía que comprender la demostración de obediencia a Dios en su vida, llevaría a la humanidad a la perfección, a la plenitud y pureza del ser que todos buscamos inherentemente. Él nos mostró enfáticamente nuestra capacidad para aplicar en nuestras vidas las leyes morales y espirituales del dominio, y la necesidad de hacerlo. Demostró el poder de estas leyes y transformó la vida humana para siempre a través de su extraordinaria curación y enseñanza.
La capacidad de trascender el pecado, la enfermedad y la muerte seguramente parecería inalcanzable, si no fuera porque Cristo Jesús nos ha mostrado cómo navegar por las empinadas pendientes y las escarpadas trampas de la existencia humana sin perder el rumbo ni rendirnos ante los amenazantes contratiempos.
Cristo Jesús apareció en la carne para mostrarnos cómo es la imagen y semejanza de Dios, en otras palabras, lo que realmente somos. Al contemplar el ejemplo de Jesús, podemos aprender a descubrir nuestra verdadera identidad y propósito. Sin su ejemplo, nos quedaríamos adivinando, a partir de la razón humana y errónea, lo que somos, agotando un sinfín de hipótesis equivocadas y cometiendo error tras error. Jesús nos salva de este arduo esfuerzo. Por lo tanto, seguirlo no es arduo; es la forma más sencilla y directa de llegar a la verdad.
Jesús sabía que necesitábamos su ejemplo claro e inquebrantable. Él cumplió su misión para que nosotros pudiéramos lograr la nuestra. Al seguirle, podemos cumplir nuestro deseo innato de vivir y amar auténticamente. Podemos superar la implacable tensión entre nuestros ideales y la insuficiencia de la capacidad humana para realizarlos. Al mirar el registro de su vida, vemos que su fe y confianza jamás renunciaron al Amor. Él nos reveló que la Vida omnipresente nos empodera a cada uno de nosotros para actuar de manera eficaz conforme a nuestro deseo de tener vidas útiles y valiosas; vidas llenas de honestidad, justicia y compasión. Esta acción conduce inevitablemente más allá de la bondad humana hacia el bien perfecto que es Dios. El esfuerzo humano por sí solo es insuficiente, sin embargo, si ponemos todo nuestro corazón y fuerza en la tarea, encontraremos un impulso espiritual puro y sagrado. Esta sagrada inspiración trae consuelo a los corazones quebrantados al mismo tiempo que rompe la indiferencia que nos impediría actuar por impulso divino.
Cada uno de nosotros puede experimentar las bendiciones naturales de la belleza de la santidad. Cuando enfrentamos nuestras pruebas más grandes, es entonces cuando nos volvemos sin reserva a la única entidad que verdaderamente puede salvarnos: el Espíritu. Nos sentimos menos tentados a confiar en los poderes humanos cuando estos nos han decepcionado o en nuestras habilidades personales cuando hemos visto cuán tristemente insuficientes son para enfrentar circunstancias abrumadoras. Entonces nuestro pensamiento está abierto a grandes descubrimientos espirituales del poder y la voluntad de Dios para guiarnos, fortalecernos y salvarnos.
Esta salvación sigue siempre el camino iluminado por Cristo. Comienza con el reconocimiento de que nuestra necesidad primordial es conocer a Dios. Como lo expresó Jesús al comienzo de su fundamental Sermón del Monte: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). A continuación, promete que Dios proveerá un Consolador, al cual aquellos que han perdido la esperanza en la vida terrenal y la alegría seguramente encontrarán. Experimentar el poder de estas reglas divinas de la creación es una bendición inagotable y un estimulante para nuestros pensamientos y actividad en la dirección correcta.
Es alentador ver que a medida que crecemos en gracia moral y espiritual, logramos liberarnos de los comportamientos y condiciones destructivas. La Ciencia detrás de la totalidad de Dios nos permite enfrentar situaciones potencialmente peligrosas con una clara confianza en la ley de armonía de Dios para mantener o restaurar la paz y la seguridad. Debemos reconocer que todos los días se nos dan valiosas lecciones de vida sobre la necesidad primordial de vivir de acuerdo con nuestra fe en Dios, el bien, si queremos comprender correctamente las leyes espirituales y aplicarlas a las exigencias endémicas de la vida material.
Cuanto más nos aferremos a las experiencias que nos enseñan a ser más desinteresados, mansos y pacientes, más capaces seremos de disolver nuestro apego a nuestra propia voluntad y percibir y ceder mejor a la voluntad, la guía y el amor universales de la Mente. Estas oportunidades van desde momentos de escuchar atentamente para saber cuándo callar o cuándo hablar, hasta demandas más grandes para sentir y conocer la presencia firme y sanadora de Dios ante la injusticia, el dolor, la violencia y el odio.
Cuando sus discípulos le preguntaron si era el hombre que había nacido ciego o los padres del hombre los que habían pecado (pensaban que alguna transgresión debía ser la razón de la discapacidad del hombre), Jesús se elevó por encima tanto del razonamiento material de los discípulos como del problema material de la ceguera (véase Juan 9:1-8). La materialidad en el pensamiento humano busca un culpable, alguien o algo a quien culpar o acusar. Pero la espiritualidad del amor desinteresado se esfuerza por bendecir a la humanidad y alabar al Amor divino. Jesús respondió desde esta base superior: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”.
Jesús no fue tentado para darle al mal una causa, un padre o un efecto. Cada momento era una oportunidad para conocer y servir mejor a Dios, y conocer y servir a Dios debe resultar en curación. Le pidió al hombre que se lavara los ojos en el estanque de Siloé, que se interpreta como “enviado”. El hombre lo hizo y volvió viendo. Podríamos inferir del hecho de que Jesús dirigió al hombre al estanque de este nombre, que Jesús concibió al hombre no como un mortal con impedimentos materiales y una historia, sino como la verdadera expresión de la Mente, hecha y enviada por Dios. Jesús fue capaz de percibir la verdadera naturaleza del hombre porque comprendía que Dios lo había enviado a él, y tenía la misión de revelar a Emanuel, “Dios con nosotros”.
Como registran las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana, hoy en día las personas continúan sintiendo a Emanuel y siendo sanadas por esta comprensión de la presencia y el poder de Dios. Nuestras percepciones más claras de Dios llegan cuando la mente mortal —es decir, la materia— y sus discordias se disuelven y desaparecen, y en su lugar vemos y sentimos la paz, la salud, la integridad y el amor de la Verdad, nuestro Padre y Madre siempre presente. La misión de Jesús abordó la necesidad vital de que la humanidad reconozca que cualquier bien real que hagamos no es de origen humano, sino que, de hecho, es inspirado por Dios. La esperanza misma de que haya un mundo mejor tiene sus raíces en nuestra naturaleza divina; por lo tanto, su cumplimiento sólo se encuentra plenamente al expresar esta naturaleza. El Cristo es la luz indispensable que Dios nos da para guiar nuestro impulso natural e ineludible de conocernos a nosotros mismos y a los demás como expresiones de la Deidad con su propósito divino y su bien perpetuo.
El Cristo nos capacita para vencer la debilidad de la forma material de pensar y lograr el bien que haríamos en este mundo. La desesperada confesión de Pablo termina con su comprensión de que la clave de la vida eterna, el camino infalible para vencer el fracaso y el desaliento es reconocer que la materia no posee ni vida ni inteligencia y que el espíritu vital del Cristo bendice la vida humana apartándola de la falsa sombra de la materia y acercándola al Espíritu, la Verdad. Ningún concepto, hipótesis o invención humana tiene la sabiduría, la claridad inherente o la percepción para lograr esto sin que la luz indispensable del Cristo atraviese la consciencia ligada a la materia e ilumine nuestra naturaleza únicamente espiritual.
En respuesta a su propia súplica: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Pablo reconoció con gratitud: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:24, 25); y siguió a su Ejemplo en pensamiento y obra el resto de su vida. Nosotros también podemos dar gracias a Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor, y caminar cada día de la manera que él señaló.