La gente por doquier vive bajo la convicción de que la substancia es finita y que se manifiesta como parte de la vida sólo durante la etapa de la existencia terrenal. Este punto de vista limitado procede de la creencia de que la substancia es material más bien que espiritual.
La Ciencia Cristiana enseña que el Espíritu, Dios, es la única substancia verdadera y la única Vida. La Vida y la substancia están, por lo tanto, eternamente intactas y son inseparables. Esta Ciencia muestra que la substancia es del todo buena, vitalmente activa, ilimitada; denuncia la materia como falaz, inerte, insubstancial. A medida que nos elevamos por sobre el sentido material o mortal de las cosas, esta substancia del bien, que lo incluye todo, viene a ser espiritualmente discernible, y, para fines prácticos, se manifiesta en nuestra vida diaria de acuerdo con las palabras de Cristo Jesús: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”. Mateo 6:33;
En realidad, la substancia reside en el pensamiento. En Ciencia y Salud Mrs. Eddy escribe: “Los pensamientos de Dios son perfectos y eternos, son substancia y Vida”. Ciencia y Salud, pág. 286; Los pensamientos divinos, de variadas cualidades, incluyen el todo de la substancia verdadera, de la substancia viviente. Aun desde el punto de vista humano, lo que experimentamos como substancia es la manifestación exteriorizada del pensamiento. Nuestros pensamientos determinan lo que serán nuestras vidas. Es vital, entonces, que elijamos sabiamente nuestros pensamientos, haciendo una discriminación entre las creencias erróneas y restrictivas, tales como la discordia y la contienda, y las ideas espirituales y substanciales, tales como la armonía y la paz.
Cuando el pensamiento resulta de la creencia en muchas mentes aprovechándose unas de otras, nos conduce o bien a un concepto ilusorio de substancia y satisfacción o a uno de aparente carencia de algo que se considera deseable. El pensamiento mortal fomenta rivalidad y egoísta competencia, y es el culpable de tales condiciones contrastantes como la opulencia y la indigencia, la dominación y la sumisión, el éxito y el fracaso.
Cuando, por otra parte, el pensamiento se origina en Dios, la Mente única, produce los frutos del Espíritu, el atributo de la Vida, no de la materia. Tal pensamiento, humanamente adoptado, es idéntico a la afluencia espontánea del bien y se evidencia en las cosas que son añadidas. La confianza que este pensamiento inspira en la estabilidad y universalidad del bien, estimula el deseo de que el bien se evidencie más en la consciencia individual.
Representando la totalidad de Dios, el hombre espiritual incluye dentro de sí mismo toda la substancia que necesita; incorpora todo pensamiento o idea correcta. Jamás puede carecer de nada porque incesantemente está reflejando las cualidades eternas de la ley benigna — amabilidad, pureza, paz, alegría, armonía, originalidad, integridad, sabiduría, belleza, vitalidad, santidad y señorío.
Es sólo a medida que adoptamos pensamientos correctos y excluimos falsas nociones, que percibimos que el hombre substancial, la consciencia individualizada del bien, es nuestra identidad verdadera, y experimentamos la afluencia divina en nuestra vida diaria. Percibimos que nuestros beneficios humanos son bendiciones transitorias, símbolos de una vida espiritualizada, y que la salud, la felicidad y la seguridad genuinas, son estados del pensamiento elevado, más bien que meras condiciones materiales.
Debido a que Dios puede ser expresado sólo por aquello que da testimonio de Su propia naturaleza, se explica que nuestra habilidad de aceptar buenos pensamientos es evidencia concluyente de que, aun ahora, pese a la intromisión de ciertas creencias en contra, estamos reflejando la vida y la substancia espirituales. La Ciencia Cristiana señala que en la proporción en que cada uno esté preparado para someter los anhelos materiales a los deseos espirituales, puede desarrollar su manera de pensar de acuerdo con los planes de Dios y aumentar su concepto de substancia verdadera. El sacrificio de uno mismo, requisito indispensable para la consecución espiritual, lleva en sí su propia recompensa.
El estudiante concienzudo sabe que la substancia es espiritual y que está eternamente intacta. Rechaza toda sugestión de agotamiento o de inacción, de disminución de substancia y vida. Descarta las frases trilladas como la de la lucha por la supervivencia o la de la supervivencia de los más aptos, y se esfuerza por comprender su identidad en términos de verdadera substancia, de Vida inmortal. A medida que lo hace, su vida humana llega a ser de amable supervivencia, libre de presión y tensión, pero no en el sentido de meramente sobrevivir o de tratar de mejorar sus condiciones a expensas de otros. Lo único que necesitamos sobrevivir es la mentira de que hay vida en la materia, y esto lo logramos en la medida en que aumentamos nuestras riquezas espirituales.
El verdadero concepto de que la substancia es Vida, nunca desaparece de la Mente ni deja de ser expresado por el hombre verdadero. Nuestro vago concepto de substancia se desvanece en la medida en que nos desprendemos de las creencias limitativas y comprendemos que todo bien está disponible para todos.
Nuestra aceptación de que la inextinguible actividad espiritual es un hecho presente, nos da valor e inspiración, sirviéndonos de posición ventajosa desde la cual, por medio de consistente oración, podemos obtener una íntima y creciente convicción de la ilimitada substancia del bien y enfocarla más vivamente en nuestra vida diaria.
En la quietud silenciosa del verdadero conocimiento, podemos, como libres agentes morales, expulsar cualquier clase de creencia fraudulenta que pudiera haberse insinuado en nuestro pensamiento. A medida que lo hacemos, cuidándonos a la vez de evitar nuevas intrusiones que quisieran hacernos negar la totalidad de Dios, eliminamos el temor, la ansiedad, la duda y el desaliento junto con sus concomitantes — la impaciencia, la improbidad, la codicia y la envidia. Cultivando un amor desinteresado y, en consecuencia, poniendo en práctica tales virtudes como la consideración imparcial, la integridad, humanitarismo, humildad, paciencia y gratitud, ampliamos nuestro concepto de la vida. Entonces vemos este concepto manifestarse humanamente en actividad correcta, en inteligencia, progreso, salud, amistad, libertad, provisión, bienestar, seguridad y felicidad.
Plenamente consciente de la ineficaz sutileza de la mente carnal, nuestro Maestro dijo: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia”. Juan 10:10; La sugestión agresiva del magnetismo animal quisiera oscurecer y anular nuestros conceptos más nobles de substancia y vida; pero, poniendo en práctica nuestro dominio a la semejanza del Cristo, podemos rápidamente impedir y destruir toda tentativa insidiosa a medida que nos esforzamos por alcanzar lo más elevado — el modelo absoluto del ser — y avanzamos hacia la Vida que es Dios.
Con cada creencia mejorada, el concepto individual de substancia adquiere, inevitablemente, significados más elevados. En Miscellaneous Writings (Escritos Misceláneos), Mrs. Eddy dice: “Las sensaciones placenteras de la creencia humana, de forma y color, tienen que espiritualizarse, hasta que obtengamos el sentido glorificado de substancia como en el nuevo cielo y la nueva tierra, la armonía de cuerpo y Mente”. Mis., pág. 86.
Es concebible que en el pensamiento de muchos amantes de la naturaleza, que piensan espiritualmente, vean la rosa, por ejemplo, cada vez más como un símbolo de la belleza divina. El pensamiento iluminado presenta las cosas en su justa perspectiva espiritual, de la que resulta satisfacción duradera.
La Vida, Dios, es Espíritu, la única substancia verdadera, y la Vida y su imagen son eternas. Aceptemos nuestra existencia espiritual como un hecho establecido, no influido por teorías contrarias establecidas por la costumbre. Una vez aceptado este hecho, usémoslo como una premisa para construir sobre su base nuestra espiritualidad, nuestro sentido de bien substancial, no meramente para mejorar nuestro bienestar temporal, sino en ejercicio de la prerrogativa a la cual realmente jamás hemos renunciado como hijos y herederos de Dios.
