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Armas que desarman la violencia

Del número de agosto de 1974 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Día tras día, se oye hablar de tanta violencia de toda clase, que es muy fácil adoptar una actitud insensible hacia ella.

¿Se nos presenta acaso la tentación de pasar por alto este problema en la creencia de que la violencia es simplemente parte de la naturaleza humana que debemos aceptar? ¿O vemos acaso a la violencia como gigantesca bestia indomable a la que sólo podemos tratar de contener? Tenemos que saber que la violencia no es parte de la naturaleza de Dios y que, por lo tanto, le es ajena al hombre ya que, en realidad, el hombre es la expresión perfecta del Amor divino.

Como siempre ha sido el caso, la violencia que se manifiesta en el mundo representa pensamientos individuales de antagonismo, frustración, rebeldía, egotismo, etcétera. Ciertamente estos rasgos pueden sanarse, pero solamente mediante la progresiva expresión por parte de cada uno de nosotros de las cualidades del Cristo. Como lo expresa Pablo: “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios”. 2 Cor. 10:4;

El gran apóstol indica más específicamente cuáles son algunas de estas armas en otra epístola, en la cual escribe: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”. Gál. 5:22, 23; Desde luego, el amor y el gozo que imparte el estar consciente del Cristo, la Verdad, anulan las tendencias incendiarias de la mente carnal. El que está en paz consigo mismo, lo está con el mundo, y contribuye a calmar el desasosiego del mundo.

Dícese a menudo que es bueno desahogarse, es decir, ventilar los sentimientos perturbados. Es cierto que no es bueno reprimirlos; pero, ¿no es verdad que existe una gran diferencia entre el examinar tranquilamente los malentendidos y desacuerdos y el vociferarlos agresivamente para llegar a un acuerdo? El hacer lo primero ayuda a ambas partes; mientras que el hacer lo segundo las arrastraría al centro mismo de un disturbio. Así como el Maestro calmó la turbulencia del mar embravecido, también nosotros podemos volvernos hacia el Cristo, hacia la verdad de nuestro perfecto ser espiritual, para calmar la marejada y oleada de emociones enfurecidas.

¡Con cuánto cuidado debemos seleccionar los pensamientos que nos permitimos pensar! Palabras o pensamientos violentos pueden encender en otros similares reacciones. Pueden producir la enfermedad o crear el ambiente que induzca a otros a dejarse llevar por impulsos erróneos. Mary Baker Eddy nos informa que “la fuerza física y la mente mortal son una misma cosa”.Ciencia y Salud, pág. 484;

Siempre que nos sintamos tentados a utilizar la fuerza física, podemos estar seguros de que hemos dejado que la mente mortal, capaz de todo mal, se apodere de nuestros pensamientos. El Amor, que siempre impele la gentileza, calma la ira que estallaría en violencia. La Biblia nos dice: “La blanda respuesta quita la ira”. Prov. 15:1;

La paciencia que nace del perdón, así como también la gentileza y la bondad, no incluyen ningún elemento de agresión o represalias. Si contamos con suficiente fe en el seguro triunfo del bien, no nos inquietaremos por razón de las ofensas de otros. La verdadera mansedumbre nunca se irrita, perturba u ofende, y, por lo tanto, no puede jamás fomentar la violencia; y la templanza le niega toda oportunidad de manifestarse. La necesidad fundamental que incumbe a la humanidad no es luchar contra el mal — sea que se manifieste como una persona mala o como una situación mala — sino es ver la falta de poder del mal y su irrealidad.

Aprendemos en la Ciencia Cristiana que el mal no es persona, lugar, ni cosa. Esta comprensión de que el mal no cuenta ni con agente, objeto, localidad o identidad alguna, le roba de toda realidad que pudiera tener en nuestro pensamiento. Es así que este entendimiento desarma y disipa la violencia incipiente.

Pero, presentemos aquí un caso concreto a fin de que nadie crea que todo esto es totalmente impracticable. Hace unos pocos años, en una ciudad del sudoeste de los Estados Unidos donde yo vivía en ese entonces, los trabajadores del servicio de saneamiento se declararon en huelga. Se entablaron muchas discusiones acaloradas con marcadas implicaciones raciales. El ambiente mental de la ciudad alcanzó rápidamente el punto de ebullición. Se anunciaron planes para ejecutar una marcha por el centro mismo de la ciudad.

Esto no era nada nuevo. En muchas otras ciudades del país se habían producido situaciones casi idénticas que a veces habían tenido resultados desastrosos: disturbios, vandalismo, incendios intencionales, saqueos, etcétera, que a menudo se prolongaban por varios días. ¿Debía repetirse nuevamente este horrendo ciclo? Muchos entre nosotros nos rehusamos, por supuesto, a aceptar la creencia de que la violencia era inevitable.

Mi oficina estaba a unos pocos pasos de la ruta seleccionada para la marcha. Parecía como si la tensión se hubiera infiltrado en toda la zona. Los agentes de policía con sus armas antimotines listas para tirar estaban estacionados a corta distancia los unos de los otros por todos lados. Se estaban cerrando las tiendas y los comercios y se les ordenaba a los empleados que se volvieran a sus casas. Los escaparates estaban atrancados o vacíos. Yo era el único miembro del Comité Ejecutivo de mi iglesia filial que se encontraba en esta zona. Nuestra Sala de Lectura, situada en la planta baja, estaba cerca.

Al acercarse la hora de comenzar la marcha, me llamaron por teléfono varios miembros de la iglesia preocupados por la seguridad de la bibliotecaria. Pedían que cerrase la Sala de Lectura y se marchase. Ella se rehusaba. Yo le dije entonces que vendría a la Sala de Lectura a acompañarla.

Al caminar por las calles desiertas, pasó por mi pensamiento repetidamente esta declaración de la Sra. Eddy: “Los elementos reprimidos de la mente mortal no necesitan de una detonación terrible para liberarlos”.Miscellaneous Writings, pág. 356; ¡Qué arma tan maravillosa! Aunque según la creencia mortal los individuos perturbados parecen ser capaces de todo tipo de violencia (así pensaba yo), sin embargo, en verdad, el hombre, bajo la ley constante del Amor, es capaz de expresar solamente la armonía. Me esforzaba por ver esta gran realidad espiritualmente a pesar de lo que se manifestaba a mi alrededor, y me esforzaba por contemplar la escena humana a través del lente del Espíritu.

Al llegar a la Sala de Lectura, me enteré de que la bibliotecaria había estado orando en sentido parecido. Estaba sola, pero radiantemente tranquila. Mientras que parados en la sala de ventas nos turnábamos en declarar verdades relativas a Dios y al hombre, el ambiente en la calle se calmó notablemente. Poco después entraron dos personas blancas y una señora negra quienes pasaron a la sala de estudio para orar.

La marcha comenzó según se había proyectado y resultó ser totalmente armoniosa, sin incidente alguno. Pocos días después se resolvió la controversia.

¿Qué había ocurrido? Los esfuerzos de los negociadores habían fallado. La presencia de gran número de policías con cachiporras y armas antimotines no había impedido la violencia en otras partes. ¿No es que la presencia sanadora del Cristo — única arma eficaz — se había utilizado tan evidentemente que “los elementos reprimidos de la mente mortal” habían perdido toda mecha que pudiera encenderlos?

Aun un pensamiento único, claro y a la manera de pensar del Cristo, puede calmar la turbulencia, vehemencia y furia que podrían mesmerizar a miles de personas. El hombre, el hijo de Dios, no es un mortal ni puede enmarañarse en el insensato vaivén de extremos emocionales. Refleja a la Mente divina cuya presencia infinita y bondadosa excluye todo lo que podría despertar, o responder, a estímulos erróneos. Los hijos de Dios, que forzosamente expresan Su naturaleza armoniosa, no pueden incluir elementos antagónicos, discordantes ni desconformes, ninguna animosidad ni hostilidad.

Sabiendo que todos los recursos ilimitados de Dios y Su protección están de inmediato y completamente a nuestra disposición, nunca tenemos por qué sucumbir a sentimientos de frustración y de miedo. El estar consciente de estas verdades es un arma infalible. Con ella podemos verdaderamente esperar con agrado anticipado la realización de la promesa bíblica: “Nunca más se oirá en tu tierra violencia”. Isa. 60:18.

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