La familia de Jaimito se había cambiado a otra parte del país. Él no tenía siquiera un compañero con quien jugar. Entonces, en una brillante mañana de sol miró por su ventana y vio todos los maravillosos juguetes que la niñita que vivía al lado de su casa tenía para jugar al aire libre. Su nombre era Judit, y Jaimito anhelaba jugar con ella. Pero cuando salió a jugar con ella, la abuela de Judit, que era quien la cuidaba le dijo a Jaimito que se fuera para su casa. Y cuando Judit vino al patio de la casa de Jaimito para jugar con él en su columpio y subibaja, su abuela le exigió que volviera en seguida a casa.
Esta situación continuó por varios días, y ambos niños trataron de no impacientarse. Pero un día Jaimito entró de repente en la cocina de su nuevo hogar y gritó: “¡Aborrezco a la abuela de Judit! ¡Nunca nos deja jugar juntos!”
La madre de Jaimito le respondió con calma diciéndole que se sentaran a la mesa donde desayunaban y que hablaran sobre el asunto. Necesitaban sanar este problema. Y ellos sabían que Dios tenía la respuesta.
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