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Nuestra amiga: La ley

Del número de agosto de 1974 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


No todos los que a veces desacatan la ley se encuentran tras las rejas de una prisión: ¿lo estamos nosotros acaso? Y, sin embargo, quizás pensemos que somos razonablemente obedientes a la ley, y, tal vez en el sentido habitual de la expresión, lo somos. Con todo, hasta que nos sentimos impelidos a mirar más allá de las leyes — las leyes del país — y considerar la naturaleza de la ley misma, la ley de Dios, no comprendemos la importancia de amar realmente la ley ni la posibilidad de hacerlo.

La ley es nuestra amiga. Esto lo vemos, de una manera relativa, en la estructura social. Sin leyes — leyes justas, rectas e imparciales, leyes aplicadas con equidad y eficacia — no podríamos constituir una sociedad ordenada. Aunque es lamentable que las leyes no siempre se elaboran y aplican de ese modo, éste es el objetivo de todo buen gobierno.

Consideremos, sin embargo, la importancia del término “ley” cuando se lo eleva a su significado espiritual. En realidad, sólo hay una ley fundamental básica, a saber, la ley divina. Esta ley es todo sabiduría, es omnímoda, todo bien y suprema. El uno y único creador del universo uno y único, actúa por medio de esta ley invariable, inmutable e irresistible. Todo lo que en realidad ocurre, sucede y cumple su propósito derivado de Dios por medio de la operación de esta ley. El orden, la armonía y los propósitos de la creación se establecen y preservan por medio de esta única ley omnímoda, en la cual y por la cual se expresa perfectamente el propósito divino, la voluntad de Dios.

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