Un reflejo no se produce por sí mismo. Es derivado. En la Ciencia Cristiana aprendemos a reconocer a Dios como la Mente creativa, el Espíritu infinito, y al hombre como Su reflejo. El Cristo, el reflejo mismo que Dios tiene de Sí mismo, es la identidad verdadera del hombre. Como reflejo de Dios, el hombre es coexistente y coeterno con Dios, es la semejanza exacta de su Hacedor. Su ser, otorgado por Dios, emana perpetua y espontáneamente de la Mente; es la expresión individualizada de la Verdad, la Vida y el Amor.
El poder sanador de Jesús surgía de su comprensión de Dios y de la relación inseparable del hombre con Dios, como Su hijo, Su reflejo. “Nosotros tenemos la mente de Cristo”, 1 Cor. 2:16; escribió el apóstol Pablo a los cristianos en Corinto; y Jesús demostró que este Cristo, la Verdad, viene a la consciencia humana con poder sanador. Vence las discordias y las enfermedades de la existencia mortal exponiendo su irrealidad y su nada. Por medio de sus curaciones misericordiosas, Jesús probó que el hombre no es una entidad finita, material, que nace en la materia y que muere al abandonarla, sino que es una expresión individual de la consciencia infinita, que mora por siempre en la eternidad del Espíritu.
Aquel que comprende la unidad científica entre Dios y Su reflejo puede utilizar y demostrar el poder sanador del Cristo, la Verdad, para sí mismo o para otro. Debemos recordar que el hombre verdadero, es decir, nuestra verdadera identidad en Cristo, está eternamente consciente de su existencia en el Espíritu como su reflejo inmediato. Este reflejo no requiere tiempo para aparecer. No se manifiesta gradualmente, sino que siempre es evidente del todo como el testimonio espontáneo de la totalidad del Espíritu y de la eterna semejanza del hombre con Dios.
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