De los Diez Mandamientos indicados por Moisés como procedentes de Dios Mismo, el poderoso precepto: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3), con justicia puede considerarse básico por afirmar, como lo hace, la supremacía esencial de Dios, hecho que constituye el fundamento tanto del judaísmo como del cristianismo.
La historia del pueblo hebreo, según se conocía, había mostrado en muchas ocasiones la necesidad de confiar en el Dios verdadero como su creador, protector y guía y los resultados prácticos que se obtenían de ello. Siglos antes que Moisés, Abraham, a quien los israelitas consideraban el fundador de su nación, les había dado un ejemplo para su aceptación de la única Deidad que gobierna eternamente, renunciando a la idolatría que abundaba en su ciudad natal de Ur en Babilonia, y aceptando implícitamente la orden de Jehová de partir hacia la lejana y desconocida tierra de Canaán.
Colocando a este Dios verdadero en primer término en su experiencia, y repudiando las numerosas supuestas deidades de Babilonia, Abraham se había aferrado firmemente a la convicción de que sólo por el reconocimiento y la obediencia a Dios se podía obtener progreso, verdadera prosperidad y paz mental. La fe en la promesa de Dios le dio la certeza del nacimiento de un hijo en su vejez; e Issac y Jacob por su parte, se asieron al pensamiento fundamental de que todas las deidades locales, falsas y limitadas deberían ser denunciadas.
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