Hace algunos años, pocas semanas después de haber llegado a París, comencé a tener gran dificultad para respirar. Esto hizo que cualquier actividad me resultara una carga, y casi me era imposible caminar y subir escaleras. Dormía muy poco de noche. Sentí que no podía continuar con mis clases diarias ni mis compromisos. En tres días tenía que emprender viaje a Inglaterra. La autocompasión y el miedo invadieron mi pensamiento. Pero las siguientes palabras del himno de la Sra. Eddy vinieron a mí (Himnario de la Ciencia Cristiana, No. 304):
Fiel Tu voz escucharé,
para nunca errar;
y con gozo seguiré
por el duro andar.
De pronto comprendí que no estaba verdaderamente escuchando la voz de Dios, ni estaba siguiendo con gozo. Inmediatamente decidí llamar por teléfono a una practicista de la Ciencia Cristiana para que me ayudara a comenzar a escuchar la voz de Dios, a seguir con gozo, por difícil que la senda pudiera parecer. Ésta fue para mí una maravillosa oportunidad para llegar a comprender, más claramente que nunca, la verdadera substancia y acción del hombre como idea de Dios.
Hice uso de la explicación de substancia que da la Sra. Eddy en Ciencia y Salud y que dice en parte (pág. 468): “La substancia es aquello que es eterno e incapaz de discordancia y decadencia”, y, más adelante, en el mismo párrafo: “El Espíritu, sinónimo de la Mente, el Alma o Dios, es la única substancia verdadera”. Esto me llevó a un estudio más profundo del Espíritu y de la substancia verdadera.
Comencé entonces a comprender que lo que parecía ser materia y acción material discordantes era el resultado de la creencia de que la materia es substancia y vida y que la vida depende de órganos llamados pulmones y de la acción llamada respiración. En vez de afirmar este concepto falso y material acerca del hombre, necesitaba tener consciencia de mi ser verdadero como expresión del Espíritu. En mi ser verdadero no necesitaba luchar. ¡Por lo tanto, nada tenía que temer! Mi verdadero ser nunca había tenido nada que ver con la materia o con las condiciones materiales.
Comencé a entender que el hombre es la expresión del Espíritu. Por lo tanto, una idea espiritual se caracteriza por la vitalidad, la alegría, la espontaneidad, la inspiración, la fuerza y la actividad infinita del Espíritu. Comprendí que la identidad espiritual se mantiene intacta porque ha sido concebida por la Mente, formada por el Espíritu, sostenida por el Amor y regulada por el Principio.
Pero sólo afirmar estas hermosas verdades no era suficiente. Si las creía, tenía que sentirlas y vivirlas. Oré entonces para identificarme activamente con las cualidades del Espíritu, reclamando y demostrando así mi derecho divino de acuerdo con la ley de Dios.
Viajé a Londres por vía aérea, aunque aparentemente con gran dificultad. Llegué al hotel tarde en la noche. Como el hotel no tenía ascensor, me vino la tentación de dudar de mi capacidad para subir las escaleras hasta mi cuarto en el tercer piso. Rechacé prontamente estas sugestiones y continué subiendo lentamente hacia mi cuarto. Me acosté regocijándome en la ley divina siempre presente que moldeaba y gobernaba mi ser verdadero. Dormí profundamente, cosa que no había podido hacer por varias noches. A la mañana siguiente me senté cerca de la ventana para leer la Lección-Sermón correspondiente, en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana y para orar.
El hotel daba a un río, que atravesaba plácidamente un parque radiante de colores otoñales. La fuerza y belleza del paisaje me recordaron este pasaje de Ciencia y Salud (pág. 249): “Sintamos la energía divina del Espíritu, llevándonos a renovación de vida, sin reconocer ningún poder mortal o material como capaz de destruir cosa alguna”. Me di cuenta de que la verdadera energía es la actividad del Espíritu y que progresar o comprender a Dios y mi realidad espiritual más claramente no se podía impedir, retrasar, dificultar, ni convertirse en una carga. Yo era una idea libre en ese mismo momento ascendiendo y remontándose a las alturas de la Mente. Esto fue exactamente lo que sentí en ese momento. ¡Se desvaneció la opresión que tenía en el pecho y sentí que podía correr, tan libremente como volaban los pájaros, tan fácilmente como brillaba el sol y tan tranquilamente como fluía el río! Había sanado.
¡Qué gloriosa herencia tenemos como hijos de Dios, y qué privilegio probarlo a diario! Estoy profundamente agradecida por la Ciencia Cristiana.
Melbourne, Victoria, Australia