El Segundo Mandamiento del Decálogo mosaico que comienza así: “No te harás imagen” (Éxodo 20:4), fue desobedecido por los israelitas aun antes de que estuviera grabado en piedra, probándose así la gran necesidad de ese reglamento.
Hacia el final de la large comunión de Moisés con el Todopoderoso en la cima del Monte Sinaí, los israelitas, esperando impacientes en la llanura, aparentement llegaron a la conclusión de que su líder, y presumiblemente el Dios a quien él rendía culto, los habían abandonado. Recurriendo a Aarón, el hermano de Moisés, clamaron: “Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido” (Éxodo 32:1).
Aarón, influido muy rápidamente por el plan de ellos, colaboró a que se realizara fundiendo los zarcillos de oro que le trajo el pueblo y, haciendo un becerro de oro, les aseguró que allí tenían uno de los dioses que deseaban. Antes de salir de Egipto es posible que el pueblo haya visto imágenes similares de Apis, el buey sagrado, a menudo adorado en ese país como símbolo de fuerza, vigor y robustez.
Después de haber recibido los mandamientos grabados en tablas de piedra, Moisés descendió del monte, y al escuchar las canciones y los gritos del pueblo se dio cuenta en seguida de que tal regocijo estaba asociado con la adoración de su presunta deidad, el becerro de oro. Moisés molió la imagen hasta reducirla a polvo, en tanto que los rebeldes israelitas recibían severo castigo.
Más tarde, en la historia hebrea volvieron a aparecer vestigios de esta adoración idólatra cuando Jeroboam hizo dos becerros de oro y los puso al norte de Israel — a menudo denominado Samaria — (ver 1 Reyes 12:28, 29); pero el profeta Oseas, constantemente leal al Dios verdadero afirmó: “Será deshecho en pedazos el becerro de Samaria” (Oseas 8:6).
Se puede establecer una estrecha comparación entre esta desaprobación de la imagen de oro con la afirmación del Maestro que aparece en el Sermón del Monte (Mateo 6:24): “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (de la palabra griega “Mamón”). ¿No es acaso evidente que aquí, como en muchos otros pasajes, Cristo Jesús no encontró razón para una lealtad dividida? El profeta Elías expresó un pensamiento similar en las palabras: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de el” (1 Reyes 18:21), palabras que se hacen aún más vívidas a la luz del hecho de que cuando se preparó la versión inglesa “King James” de la Biblia, el verbo “claudicar” quería decir más estrictamente “cojear” o estar cojo. Para el profeta, así como para el Maestro mismo, una devoción parcial y vacilante en el servicio de Dios no tenía valor verdadero.
En la conocida interpretación del Segundo Mandamiento, la referencia a la Deidad como un Dios “celoso” es a veces mal interpretada porque la palabra hebrea correspondiente puede referirse a celo tanto en el sentido de requerir todo afecto como a mero entusiasmo; la primera definición claramente indica la exigencia constante por parte de Dios de devoción exclusiva a Su servicio y a Su ley, sin permitir la más mínima desviación hacia los ídolos o imágenes de cualquier nombre o naturaleza.
Aun cuando Cristo Jesús no mencionó el Segundo Mandamiento en las bien conocidas palabras del libro del Éxodo, su aceptación del mensaje allí contenido y su rechazo a tolerar la idolatría o el materialismo en cualquier forma, están por cierto implícitos en su profunda declaración a la mujer samaritana: “Dios es Espíritu” y que Él debe ser adorado “en espíritu y en verdad” (Juan 4:24).
Realmente, la aceptación de que el hombre es la imagen y semejanza de Dios no deja lugar para la adoración de imágenes materiales.