En una ocasión pasé por un duro período de prueba. De repente sufrí dolores intensos que paralizaron la parte superior de mi cuerpo, a tal grado que apenas podía mover la cabeza y los hombros. Cuando llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana para que me ayudara, le dije lamentándome: “Probablemente se deba a que conduzco mi automóvil con todas las ventanas abiertas. Siempre lo he hecho, pero tal vez he llegado a la edad en que debo cuidarme de las corrientes de aire y de cosas parecidas”.
“Ésa es la creencia humana”, me respondió el practicista, “pero usted no tiene por qué someterse a ella. ¿Por qué no defiende su libertad? El aire fresco es algo bueno y saludable, a usted le agrada mucho y ¿por qué va a permitir que la mente mortal la prive de él?”
Era una oportunidad, y decidí aceptarla. Vi claramente que el aire fresco no podía ser bueno y perjudicial a la vez. Aunque el malestar continuó, me resistí a ceder a la tentación de evitar las corrientes de aire. Medité sobre esta afirmación de la Sra. Eddy: “La ilusión de los sentidos materiales, no la ley divina, os ha atado, ha enredado vuestros miembros libres, paralizado vuestras aptitudes, debilitado vuestro cuerpo, y desfigurado la tabla de vuestra existencia”.Ciencia y Salud, pág. 227;
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