No hace mucho, el aviso de una famosa sociedad de beneficencia mostraba la fotografía de un niño hambriento. El encabezamiento decía en parte: “¿Qué ha hecho este niño para merecer esto? Un niño inocente, un esqueleto viviente... Un cuadro que puede repetirse demasiadas veces en demasiados países. El hambre y la desnutrición que conducen a la enfermedad y desesperación”.
El hambre tal vez puede aliviarse mediante programas de socorro. ¿Mas qué decir de esos cuadros “que pueden repetirse demasiadas veces en demasiados países” — cuadros de niños inocentes, nacidos deformes o enfermos, y de adultos probos, afligidos de repente por una enfermedad o un accidente aparentemente sin remedio humano? No existe mayor afrenta al sentido humano de justicia que el fenómeno del sufrimiento inmerecido. El corazón humano clama contra la injusticia de las cosas.
Por supuesto, en un universo de cosas no inteligentes e ininteligibles, de mero materialismo, ¿qué razón existe para que haya justicia? Si alguien cree en un universo que ha evolucionado totalmente por la acción recíproca casual de partículas eléctricamente cargadas, no tiene razón de esperar justicia. Pero la humanidad sí espera justicia. En la profunda crisis de la existencia todos buscamos más allá de lo físico o material; esperamos que el mundo sea inteligible, que tenga alguna clase de sentido moral y espiritual.
Varios sistemas de filosofía o teología han tratado de reconciliar la justicia con el sufrimiento inmerecido. Pero estos sistemas, al igual que el materialismo, han fracasado en satisfacer tanto el cerebro como el corazón humano. Un universo de sufrimiento inmerecido es un universo de injusticia; y un universo de injusticia es un universo que carece de sentido. La humanidad no puede vivir con un universo que carezca de sentido; de manera que la justicia y el sufrimiento inmerecido no pueden estar reconciliados y nunca lo estarán. Sólo existe una solución para este dilema, la solución que dio Cristo Jesús: el fenómeno del sufrimiento inmerecido debe terminar.
Los discípulos le hablaron una vez a Jesús de un hombre ciego. Ellos creían en la justicia divina; mas ellos tienen que haberse sentido bastante seguros de que la ceguera no pudo haber sido causada por el propio pecado del hombre, puesto que era ciego de nacimiento. De manera que le presentaron el problema a su Maestro así: ¿Nació este hombre ciego debido a su propio pecado o al de sus padres?
Jesús también tenía confianza en la justicia divina; mas dio una respuesta original e inesperada: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Juan 9:3; Entonces Jesús devolvió la vista al ciego, y las obras de Dios se manifestaron en él. De esta manera estableció Jesús la justicia al destruir la incapacidad.
Esta solución al problema de la justicia y del sufrimiento inmerecido no es sólo una cuestión de historia antigua. Hoy en día hay muchos hombres y mujeres gozando de salud normal y llevando una vida activa y útil, que en su infancia o niñez estuvieron deformes o enfermos fuera de toda ayuda humana. Pero sus padres tuvieron el valor y el discernimiento espiritual para apelar a la justicia divina, a la ley sanadora y salvadora por medio de la cual curaba Cristo Jesús. Y sus inocentes hijos fueron sanados. Muchos adultos también han apelado a esta misma ley espiritual contra el sufrimiento injusto y han obtenido curación. Tal curación mediante la ley divina del bien, identificada hoy en día como Ciencia Cristiana, es aún, como en tiempos de Jesús, la solución del fenómeno del sufrimiento inmerecido.
De la obra sanadora de Jesús, la Sra. Eddy escribe: “Él exigió un cambio de consciencia y de evidencia, y efectuó este cambio mediante las leyes superiores de Dios. La mano paralizada se movió, a pesar del sentido jactancioso de la ley y el orden físicos. Jesús no se rebajó al nivel de la consciencia humana ni al testimonio de los sentidos”.La Unidad del Bien, pág. 11; El método curativo de la Ciencia Cristiana es el mismo que el de Jesús.
Como la Sra. Eddy dice: “Jesús no se rebajó al nivel de la consciencia humana ni al testimonio de los sentidos”. Similarmente, el sanador en la Ciencia Cristiana no corrige condiciones enfermas rebajándose a la consciencia finita. La Ciencia Cristiana en su vindicación de la justicia divina parte desde la premisa de que Dios, el Espíritu eterno e indestructible, es la Mente infinita o inteligencia que tiene un propósito determinado de todo lo que realmente existe, y es el único legislador o Principio del universo. Por tanto, la materia, lo opuesto del Espíritu y de la inteligencia, junto con los modos materiales de comportamiento, llamados leyes físicas, no tiene ni substancia ni permanencia.
Todas las formas y movimientos de la materia son como aquellos que se ven en los sueños. Son proyecciones insubstanciales de una hipotética mente finita que está separada de la Mente infinita única, o sea Dios. En la proporción en que reconozcamos que la consciencia divina es la única Mente y que el hombre y el universo son las perfectas expresiones espirituales de esta Mente, la consciencia humana se eleva y se purifica, y los cuerpos humanos sanan.
Jesús vino a cumplir la ley. Pero al hacerlo, reveló consecuentemente una justicia excelsa y compasiva no vislumbrada por el fariseísmo y un legalismo institucional. Fácilmente se ve la injusticia de la enfermedad inmerecida. Mas Jesús fue más allá. Sanó a individuos de conducta intachable, mas también sanó a aquellos de los que se pensaba que eran pecadores. A éstos les advirtió estrictamente que cesaran de pecar, mas no vaciló en sanarlos primero.
¿Cómo debemos considerar esto? ¿Dónde está aquí la justicia? La Sra. Eddy dice: “A fin de que la razón humana no anuble la comprensión espiritual, no digas en tu corazón: La enfermedad es posible porque nuestro pensamiento y conducta no proporcionan suficiente defensa contra ella. Confía en Dios, y ‘El enderezerá tus veredas’ ”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 161;
Tanto los actos pecaminosos como las condiciones de la enfermedad tienen un origen común — la creencia de que existe otra mente que no sea la Mente divina, Dios, y que esta otra mente se expresa en la materia y por medio de ella. Esta creencia en una mente personal finita, que se expresa en la materia, es la imposición básica. Ni ella ni ninguno de sus fenómenos — la enfermedad, el pecado, la insensatez, la ignorancia, y el temor — tienen lugar en la realidad o apoyo en la ley verdadera. Los actos de Jesús demuestran que, si ha de demostrarse claramente la justicia de Dios, los ojos de los hombres necesitan estar abiertos a esta raíz común del pecado y la enfermedad y su naturaleza engañosa. Hoy en día, la curación de la enfermedad prueba con frecuencia, como lo hizo en la época de Jesús, el camino más eficaz para lograr este despertar espiritual.
El hecho es que el hombre, en su naturaleza verdadera, de ninguna manera es un mortal físico. No está sujeto ni a presiones de la ley física que quisiera enfermarlo o a tentaciones del pensamiento material que quisieran hacerlo un pecador. Lo que la Sra. Eddy llama el “sentido jactancioso de la ley y el orden físicos” es, de hecho, desobediencia y desorden, una artimaña ineficaz. Si alguien parece estar sufriendo como resultado de pensar mal o hacer mal, el Cristo sanador, la Verdad, refuta esta doble acusación con una doble afirmación: el hombre no es ni pecador ni inválido por que él es, como Dios lo creó, eternamente inocente y sano. El comprender esta verdad y afirmarse en ella, sana el cuerpo y señala el camino hacia la renovación de carácter. El amor y la misericordia que se han expresado en la curación, apoyan los esfuerzos en la dirección correcta hasta que se obtenga la completa libertad del pecado.
Para demostrar la justicia divina en el nivel que libera tanto del pecado como de la enfermedad, necesitamos comprender otro concepto muy importante — la inocencia. La Biblia tiene mucho que decir acerca de ella.
Las cinco palabras iniciales del libro del Génesis son muy conocidas: “En el principio creó Dios...” Gén. 1:1; Menos conocidas son las cinco palabras finales de este libro: “... en un ataúd en Egipto”. 50:26; ¿Por qué este cambio de vida y luz y poder espiritual vibrantes al epítome de obscuridad e insensibilidad material? Los patriarcas, como son presentados en el Génesis, muestran destellos de una espiritualidad que algunas veces alcanza los niveles más elevados. Mas hay poca evidencia de que pensaran mucho en términos de ley y de justicia; la aparición en el Génesis de estas dos palabras pueden contarse con los dedos de una mano. Tal vez podamos concluir que los adelantos espirituales, sin el apoyo de un vigoroso sentido de ley y justicia, no pueden ser sostenidos por mucho tiempo.
El progreso de los israelitas empieza nuevamente con el libro del Éxodo. De aquí en adelante la ley y la justicia juegan un papel prominente en las páginas de la Biblia.
Mas a lo largo del Antiguo Testamento emerge un hilo paralelo diferente, la inocencia. Los salmos hablan de ella; Job y Daniel afirman su inocencia; los profetas alcanzan vislumbres de la visión pura y divina que sólo ve el bien. Luego, en el Nuevo Testamento, cuando viene el Mesías, es identificado como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Juan 1:29; El Cordero de Dios es el símbolo supremo de la inocencia. Fue éste el Cordero que prevaleció sobre el mal más sutil y feroz y simultáneamente subyugó la enfermedad y el pecado.
El reconocimiento del Cordero omnipresente, de la bondad infalible de Dios y de que el hombre expresa eternamente esta bondad divina, es todavía un poderoso factor sanador. El hombre, como la idea de la Mente divina y perfecta, jamás puede, en ningún momento, haber pensado o actuado mal. Cuando abrimos diariamente nuestro pensamiento a este gran hecho espiritual, esto opera para sanar cuerpos y regenerar el carácter. A la engañada creencia material, la enfermedad y el pecado le parecen sólidos y reales; mas el conocimiento espiritual los desenmascara como acusaciones falsas contra el hombre, acusaciones que no están apoyadas por ley o evidencia. Nuestro conocimiento espiritual de la inocencia infalible del hombre, expresa individualmente la Mente perfecta y omnisapiente; reedifica tanto el cuerpo como el carácter.
En Ciencia y Salud la Sra. Eddy inicia el capítulo intitulado “La Práctica de la Ciencia Cristiana” con una historia que trata sobre el tema de “detectar”, y lo termina con la descripción de la escena de un juicio. Lo primero es historia; lo segundo es alegoría. Lo primero habla del perdón del pecado; lo segundo sobre la curación de la enfermedad.
La historia relata que una mujer se entremetió a la hora en que un fariseo ofrecía una comida a la cual asistió Jesús. Al rememorar esta historia del Evangelio, la Sra. Eddy usa dos veces la palabra “detect” [detectar, que aparece en la versión española como “descubrir”]. Los fariseos que estaban presentes, así indica ella, esperaban que Jesús, con su discernimiento profético, detectara que la mujer era una pecadora. De hecho, este discernimiento lo capacitó para detectar algo muy diferente. Lo que él detectó fue la rebelión moral de la mujer contra el pecado que la había esclavizado. La práctica de Jesús del discernimiento profético fue el método detector del Cordero, el método de la inocencia, el método de reconocer siempre y solamente al Dios perfecto y al hombre perfecto como la realidad. De manera que Jesús, partiendo desde lo que él había descubierto o detectado, pudo decir esas afectuosas palabras que alentaron a la mujer a seguir adelante en su sendero hacia la completa libertad.
En la alegoría que finaliza el capítulo sobre “La Práctica de la Ciencia Cristiana”, el Hombre Mortal está representado como siendo enjuiciado por una acusación capital. Primero, en el Tribunal del Error él está — sin abogado defensor — convicto y sentenciado por el crimen de enfermedad, la supuesta consecuencia de un acto de bondad. Mas se apela a la Suprema Corte del Espíritu. Aquí el abogado defensor, Ciencia Cristiana, refuta uno por uno los falsos testigos y funcionarios ímprobos en la corte más baja. Sus mejores detectives, dice él, no han encontrado evidencia de enfermedad. Es evidente que estos detectives, a la manera del Cordero, buscaron y encontraron solamente el hecho espiritual de la inocencia del hombre, no las mentiras que hacen culpable al hombre.
El acusado es absuelto y sale de la Corte sin ningún antecedente criminal y sin mácula en su historia clínica. En la Ciencia Cristiana todo caso, como el alegórico anterior, es apelado a la Suprema Corte del Espíritu. En esta Corte se escucha la evidencia espiritual; se invoca la ley espiritual; y siempre se prueba que el hombre es inocente e íntegro.
La Sra. Eddy escribe: “El hombre tiene individualidad perpetua; y las leyes de Dios y la acción inteligente y armoniosa de estas leyes constituyen la individualidad en la Ciencia del Alma”.No y Sí, pág. 11. La ley divina, como es practicada en la Ciencia Cristiana, eleva la consciencia humana individual a comprender este hecho y así experimentar la curación del cuerpo y la reforma del carácter.
Ni el sufrimiento ni la iniquidad, los cuales proceden de una fuente común en el engaño de una mente mortal finita, tienen lugar en un universo justo y que tiene sentido. La humanidad, al permitir que la Ciencia Cristiana apele sus casos en la Suprema Corte del Espíritu, se está alineando con la realidad fundamental y eterna, con la inocencia y salud y justicia.