No hace mucho, el aviso de una famosa sociedad de beneficencia mostraba la fotografía de un niño hambriento. El encabezamiento decía en parte: “¿Qué ha hecho este niño para merecer esto? Un niño inocente, un esqueleto viviente... Un cuadro que puede repetirse demasiadas veces en demasiados países. El hambre y la desnutrición que conducen a la enfermedad y desesperación”.
El hambre tal vez puede aliviarse mediante programas de socorro. ¿Mas qué decir de esos cuadros “que pueden repetirse demasiadas veces en demasiados países” — cuadros de niños inocentes, nacidos deformes o enfermos, y de adultos probos, afligidos de repente por una enfermedad o un accidente aparentemente sin remedio humano? No existe mayor afrenta al sentido humano de justicia que el fenómeno del sufrimiento inmerecido. El corazón humano clama contra la injusticia de las cosas.
Por supuesto, en un universo de cosas no inteligentes e ininteligibles, de mero materialismo, ¿qué razón existe para que haya justicia? Si alguien cree en un universo que ha evolucionado totalmente por la acción recíproca casual de partículas eléctricamente cargadas, no tiene razón de esperar justicia. Pero la humanidad sí espera justicia. En la profunda crisis de la existencia todos buscamos más allá de lo físico o material; esperamos que el mundo sea inteligible, que tenga alguna clase de sentido moral y espiritual.
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