Desde que empecé a estudiar la Ciencia Cristiana y me hice miembro de La Iglesia Madre y de una iglesia filial, he tenido muchas curaciones. Me gustaría relatar una de ellas.
Luego que volví a Holanda en 1946, después de haber estado en un campo de concentración en el Lejano Oriente durante tres años y medio, empecé a tener problemas en los pies. El dolor en los pies, especialmente en los tobillos, era a veces intolerable. Un hueso del talón estaba bastante dislocado y por eso me era muy difícil ponerme el zapato. Una de mis amigas me aconsejó consultar a un buen médico ortopédico, y así lo hice. El médico me dijo que usara plantillas ortopédicas. Después de un tiempo el dolor desapareció y pude caminar nuevamente, aunque siempre con la ayuda de pesadas plantillas. Ya ni pensaba en ellas, ya formaban parte de mí.
Hace poco decidí trasladarme a España con algunos amigos. Todo fue tan armonioso que sentí inmensa gratitud por esta magnífica Ciencia. Una tarde, mientras pensaba sobre mi viaje, me vino este pensamiento: “Pero, ¿qué vas a hacer ahora con tus pies? ¡Dentro de pocos días tienes que ir al especialista para el tratamiento semestral!” Fue como un relámpago, y dije en voz alta: “Bueno, ¿y qué haré?” Todo vino nuevamente a mi pensamiento en un instante. Me pareció oír al especialista diciendo nuevamente, como en aquella primera visita de años atrás: “Aún puedo ayudarla, pero si hubiera tardado un mes más en venir, habría tenido que quedarse toda su vida en una silla de ruedas”.
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