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[Original en alemán]

Quiero agradecer con todo mi corazón a...

Del número de marzo de 1976 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Quiero agradecer con todo mi corazón a Dios, nuestro Padre, por una maravillosa experiencia que tuve con mi familia durante el verano de 1974.

Fuimos en auto a Dinamarca para pasar una semana en tienda de campaña. Realmente fueron unos días maravillosos. Pasamos la mayor parte del tiempo en el mar, que estaba a pocos pasos de donde estaban nuestras carpas. Antes de salir de viaje, había sentido que me era difícil pensar en las vacaciones, era como si algo desagradable fuera a ocurrirme. Sin embargo, rechacé de inmediato este pensamiento, pues me fue evidente que jamás, y bajo ninguna situación, podemos estar separados del todo poder y presencia de Dios. Esta comprensión me tranquilizó mucho, pero todavía sentía la necesidad de estar siempre en comunicación con Dios. Hice esto por medio de maravillosas charlas que tuve con Dios. Lo seguí haciendo durante el largo viaje en auto y todos los días en la carpa, generalmente en la noche poco antes de dormirme. Nunca tuve el sentimiento de que estaba sola sino más bien de estar en Dios. Y pensar que estaba en Dios me dio fortaleza y gozo para eliminar los pensamientos erróneos de temor.

El último día de estas hermosas vacaciones fuimos a la playa. En la parte norte de Dinamarca, donde estábamos, casi siempre hay un fuerte viento y el mar está agitado. Realmente no se puede nadar allí, pero a pesar de ello es divertido jugar en estas inquietas aguas del mar. Bien, una vez que hubimos acomodado nuestras pertenencias en un médano, mamá, mi hermana Minni y yo, nos metimos en el agua. No fue hasta más tarde que nos enteramos de que hay bancos de arena en el océano que cambian continuamente de lugar, y que entre medio de ellos hay corrientes que pueden arrastrarlo a uno mar adentro en cuestión de segundos. Fuimos prudentes y entramos en el agua hasta que nos llegó sólo a la cintura. También nos tomamos de las manos de manera que ninguna pudiera perderse, ya que las olas tenían una fuerza tremenda y nos golpeaban con ímpetu. De pronto mamá gritó, “¡Naden, naden!” No supe lo que entonces me estaba pasando; pero simplemente nadé.

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