“Despierta, despierta, vístete de poder ... Sacúdete del polvo; levántate y siéntate, ... suelta las ataduras de tu cuello ...” Isa. 52:1, 2; Así escribió el profeta al pueblo de Judá en el siglo sexto A.C., proclamando el fin de su destierro de Jerusalén y exhortándolos mentalmente a vivir en conformidad con la libertad que les pertenecía. Pero la exhortación bien se podría dirigir a los seres humanos de nuestros días, cuya experiencia vital, o cuerpos físicos, han estado aparentemente esclavizados por un poder opresivo y extraño, y que año tras año se someten a éste tranquilamente, aunque con desdicha.
Nunca es justo someterse a una influencia despótica, permitir que se nos despoje de la libertad y del gozo mentales, o de la salud y fortaleza físicas. Dios, el Principio divino, es el único creador y la única autoridad, y Su ley del bien asegura a todos Sus hijos una vida y armonía continuas, en perpetuo desarrollo. No debiéramos admitir que existe otro poder ni otra ley.
Cuando una fuerza negativa parece entrometerse e impedir el goce de nuestros privilegios y dones que Dios otorga — debilitándonos o poniéndonos enfermos o tristes — debemos resistirla activamente y no soportar su tiranía. Debemos reconocer que ese poder es una impotente falsificación, y no aceptarlo como si fuera una gran autoridad — tal vez aun mayor que el Legislador Supremo, el Amor divino — que puede revocar los mandatos de Dios, el Amor.
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