Una recóndita presencia acompaña a cada uno de nosotros — a cada hombre, mujer o niño — que nos sacará de cualquier clase de problema. Es la presencia de Dios. Mediante el reconocimiento de que Dios siempre estaba con él, Cristo Jesús descubrió que las multitudes sanaban y eran proveídas. El descubrir esa misma presencia sanadora es el feliz trabajo de todo aquel que sigue las enseñanzas del Maestro.
Mary Baker Eddy, que descubrió la Ciencia espiritual ejemplificada en la vida de Jesús, más de una vez habla de nuestra necesidad de silenciar los sentidos físicos a fin de que Dios pueda ser oído. Nos dice: “Cuando el error se esfuerza por ser oído por sobre la Verdad, dejad que ‘el silbo apacible y delicado’ produzca los fenómenos de Dios”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 249;
El profeta Elías oyó el “silbo apacible y delicado” de Dios después que un gran viento, un terremoto y un fuego habían fallado en revelarle a Dios (ver 1 Reyes 19:11, 12). La presencia de Dios todavía nos habla a todos, pero ahora, como antaño, pocos están dispuestos a permanecer quedos y escuchar.
Nadie puede influir a Dios para que haga algo; nadie por medio del pensar humano, bueno o malo, puede crear la gracia de Dios. Lo que necesitamos hacer es olvidarnos del “yo” y ver que Dios es Dios, que manifiesta Su universo perfecto y espiritual allí mismo donde nos encontramos. El Padre ya está produciendo todo el bien, pero se requiere una enorme quietud, abnegación y humildad — una total renuncia al falso sentido personal del ser — para encontrar nuestro ser donde está: en el maravilloso mundo de Su gracia donde “vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis”. Mateo 6:8;
Nuestros problemas provienen de la creencia general de que cada uno de nosotros es una entidad separada del Padre, la cual, debido a esta misma separación, siempre tiene que cuidarse a fin de preservarse. Esa creencia de nuestra separación del Padre no es nunca lo que somos, es sólo una creencia. No una creencia suya ni una creencia mía — simplemente una creencia de que el ser existe sin Dios. Penetramos la creencia cuando dejamos de esforzarnos por abrigar un sentido egocéntrico acerca de nosotros mismos. Entonces ya no procuramos hacer nuestra voluntad, sino que dejamos que la voluntad del Padre sea la nuestra — que sólo Su expresión sea nuestra identidad, y que Él preserve la individualidad de Su propia manifestación.
La palabra importante aquí es dejar. En el pasaje citado anteriormente, la Sra. Eddy dice: “Dejad que ‘el silbo apacible y delicado’ produzca los fenómenos de Dios”. ¡Es tan absolutamente sencillo que generalmente escapa a la atención de la mayoría de nosotros!
Cuando nos mantenemos quedos y dejamos que Su expresión surja en nuestros corazones, no necesitamos buscar frenéticamente a Dios. Ya no es asunto tanto de comprenderlo humanamente, como de “sentir” lo que Él es. Y cuando sentimos que Él es nuestra Vida, no tratamos meramente de adquirir cosas de Él — cosas, o personas, o aun cualidades — porque Él es nuestro. Su amor es nuestro amor, Su paz es nuestra, Su abundancia, Su contento — todos son nuestros porque nuestra identidad eterna es la manifestación de Su ser. ¿Qué podría perjudicar a Dios? ¿Qué podría perjudicarnos a nosotros si estamos conscientes de permanecer en Su presencia?
La mayoría de nosotros necesitará empezar este “dejar” mediante palabras y pensamientos — con lo que la Sra. Eddy llama argumentos — pensamientos de la bondad y omnipresencia de Dios, de la irrealidad del mal y del fraude de las limitaciones, es decir, de la materia. De esta manera acallamos el ser mortal — disciplinamos el pensamiento mortal, y así empezamos a dominar nuestro sentido humano de la vida. Por medio de la disciplina que la Ciencia Cristiana enseña, poniendo en práctica paciente y persistentemente la bondad de Dios que estamos aprendiendo a discernir, desarrollamos la habilidad de mantenernos quedos. Ya no continuamos tratando de informar o persuadir a Dios, como si Él no hubiera ya creado todo el bien antes de que el mundo comenzara.
En humilde quietud dejamos, en cambio, que se manifieste la tierna presencia del Padre. A veces podremos sentirla como una elevada e íntima felicidad, otras veces nos hará sonreír tiernamente o nos embargará una recóndita dulzura. Algunos oyen Su voz como si hablara con palabras. Mas cualquiera sea la forma en que la presencia de Dios se manifieste, cuando estamos conscientes de ella, entonces lo sabemos; nadie necesita decírnoslo.
No son nuestros pensamientos mortales, sino la presencia divina, lo que sana. El pensamiento mortal no sabe nada acerca de Dios. Pero un ser humano es más que un pensamiento mortal y que un cuerpo material. Hasta cierto grado, por lo menos, representa la bondad de Dios manifestándose. Y es este estado de consciencia que reconoce la manifestación de la divinidad, y no un sentido personal, lo que ha causado cada bendición verdadera que jamás haya recibido la humanidad. Aun Jesús le dijo a un joven que deseaba seguirlo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios”. 19:17;
Nos equivocamos al creer que tenemos que llegar a ser humanamente perfectos para sentir la presencia de Dios. Dios es ahora, y Su quieta presencia puede ser sentida solamente ahora. Ningún mortal es perfecto, pero cuando estamos conscientes de la presencia de Dios, cesamos de identificarnos con la mortalidad y nos colocamos bajo la gracia de Dios — bajo Su bondad incondicional. Llegamos a ser una nueva criatura, como lo expresó San Pablo (ver 2 Corintios 5:17). Deseos y hábitos carentes de mérito comienzan a desaparecer. Disfrutamos de las bellezas de la tierra, de los encantos de la gente, de las maravillas del arte y la tecnología tanto como antes, o quizás más. Pero ya no tratamos desesperadamente de aferrarnos a ellos o de poseerlos eternamente. Comenzamos a encontrar todo lo que necesitamos en el Padre, y esto se hace evidente en la alegría que sentimos por todo lo que nos bendice humanamente. Las cosas buenas nos llegan, pero nuestra paz con Dios es tal que ¡no importaría si las cosas no llegaran!
En ninguna parte en las enseñanzas del verdadero cristianismo hay evidencias de que todo en nuestra vida será camino de rosas. Todos tendremos que enfrentar pruebas, dudas y oscuridad hasta que aprendamos su total irrealidad, hasta que aprendamos a ser impecables y libres. Pero la quieta presencia dentro de nosotros siempre es más grande que cualquier problema que nos presente el mundo. Y a menudo cuando nos sentimos abatidos estamos más dispuestos a abandonar el falso sentido acerca de nuestro ser que trataría de ocultar la presencia de Dios. Refiriéndose a la voz silente de Dios, la Sra. Eddy dice: “Se oye en el desierto y en las tinieblas del temor”.Ciencia y Salud, pág. 559;
Sé que esta aseveración es verdadera. No hace mucho, después de estudiar y meditar durante varios días sobre los puntos expuestos en este artículo, me encontré enfrentando una condición de intenso dolor físico y náuseas. En ese momento desesperado anhelaba ver que lo que verdaderamente estaba conmigo era más grande que la condición que parecía estar allí. Y entonces una quietud — una grande y bella quietud — embargó todo mi ser. Esta quietud barrió por completo la sensación tumultuosa, hasta que el malestar desapareció totalmente. Todo, todo, fue paz — una paz suave, perfecta, santa. ¡Nunca lo olvidaré!
El mundo necesita de nuestra quietud. Debemos constantemente recurrir a la quietud de nuestros hogares, de nuestras iglesias y de otros lugares de tranquila atmósfera para descubrir la íntima y secreta presencia de nuestro Padre. Tenemos que ser el medio por el cual Su gracia alcanza al mundo. Cuando estamos verdaderamente quedos, oímos que Él nos dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”. Salmo 46:10; “Bástate mi gracia”. 2 Cor. 12:9. Y el “Yo” y el “Mi” son nuestra fuente misma, no separada de nosotros, sino una con nosotros.