Con el fallecimiento de Saúl y Jonatán en batalla, la monarquía le correspondió a David según lo había predicho Samuel. Como resultado de la oración, David fue a Hebrón, donde los varones de Judá mismos lo ungieron “rey sobre la casa de Judá”, y reinó allí “siete años y seis meses” (2 Samuel 2:4, 11).
Sin embargo, el ascenso de David al trono fue muy disputado. Los partidarios de Saúl coronaron a su hijo Is-boset rey en el territorio de Galaad al oriente del Jordán, y su influencia se extendía “sobre Efraín, sobre Benjamín y sobre todo Israel” (versículo 9). Tenemos entonces aquí los elementos para una guerra civil, pero no podía haber duda sobre el resultado final de la contienda entre los dos reyes, porque “David se iba fortaleciendo, y la casa de Saúl se iba debilitando” (3:1) hasta que, a la edad de treinta y siete años, David fue aceptado como monarca sobre el reino unido de Judá y de todo Israel (ver 5:1–5).
Aparentemente fue alrededor de esta época que Jerusalén se convirtió en la capital de la nación hebrea. Al tomar por asalto la fortaleza de Sión, que quedaba en el centro de la ciudad, David volvió a darle el nombre de “Ciudad de David” a ese lugar en honor a este acontecimiento y estableció su corte allí (ver 1 Crónicas 11:4–7). Puesto que Jerusalén estaba ubicada muy cerca de la frontera entre el territorio de la tribu de Judá y el de Benjamín, su elección para que fuera la capital fue una medida acertada, destinada a satisfacer a los miembros de Judá, la tribu de David, y a los que, como Saúl, eran benjamitas. David también trasladó a Jerusalén la sagrada “arca del pacto”, reconociendo de este modo a la ciudad como un centro religioso (ver 2 Samuel 6).
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