“... más tiempo para trabajar”. “... más tiempo para la recreación y diversión”. “... tiempo para los niños”. “... tiempo para la iglesia”. “... tiempo para estudiar”. “... tiempo para vencer los malos hábitos”. “... tiempo para orar”. “... tiempo para sanarse”.
Tiempo, tiempo, tiempo. Sin embargo, ¿es esto lo que realmente se necesita? En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy define el “tiempo” como “medidas mortales; límites, en los cuales están comprendidos todos los actos, pensamientos, creencias, opiniones y conocimientos humanos; materia; error; lo que empieza antes y continúa después de aquello que se denomina muerte, hasta que desaparezca lo mortal y aparezca la perfección espiritual”.Ciencia y Salud, pág. 595;
El Mostrador del camino, Cristo Jesús, en poco más de treinta años venció las restricciones y limitaciones del pensamiento gobernado por el tiempo, dejando en la humanidad tal impacto, que nunca será olvidado. Lo que logró fue debido a su incomparable entendimiento de la totalidad y bondad de Dios y a su comprensión de la naturaleza eterna del Cristo.
El Cristo expresa la naturaleza de Dios — Su sustancia, sabiduría y bondad. Actuando siempre desde el punto de vista de la manifestación o expresión divina, el Cristo elimina toda naturaleza y condición del error, liberándonos de todo lo que pretende operar dentro de las redes del tiempo.
Disponible en todo momento, el Cristo es el poder del Principio expresado en la causa perfecta, gobierno impecable, y funcionamiento fructífero. El Cristo evidencia el dominio inteligente de la Mente sobre toda situación. Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para experimentar esta realidad. Las restricciones, reclusiones, limitaciones, opiniones humanas, frustraciones, enfermedades y temores de la mente carnal jamás pueden detener o retardar el poder sanador del Cristo, que actúa mediante la oración iluminada.
La Sra. Eddy, fiel seguidora de Cristo Jesús y Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, aporta una nueva luz sobre este poder cuando define el “Cristo” como “la divina manifestación de Dios, que viene a la carne para destruir el error encarnado”.ibid., pág. 583;
La oración es el perpetuo desarrollo del ser espiritual en la consciencia humana; por eso es mucho más que el esfuerzo de estar en comunión con Dios. La oración es la experiencia de saber, sentir y demostrar nuestra inseparabilidad del Amor eterno. No necesita estar limitada a un determinado momento en el tiempo, a un comienzo o a un fin. Dios perfecto, hombre perfecto y universo perfecto están desprovistos de los elementos del tiempo. Nuestro concepto de ellos se desarrolla perpetuamente en la consciencia a medida que crecemos en entendimiento espiritual.
Al reconocer cada vez más profundamente que Dios es nuestra Vida misma — y al aceptar este hecho como la base de nuestra perspectiva mental y de nuestros actos — los errores de toda clase se desvanecen o desaparecen. Sencillamente no hay lugar para que operen, ni medios para que funcionen. La muerte misma pierde su pretensión de legitimidad y fracasa en su intento de amedrentar o alarmar. ¿Acaso no es el Cristo que da esta luz a la oración? El Cristo lleva la oración del reino de lo abstracto al de la realización y demostración.
Cada dificultad que encaramos, cada problema que procuramos solucionar, pretende operar dentro de los límites del tiempo. Por consiguiente, la solución duradera para todo desafío no consiste en rehacer los síntomas o en preocuparse por las apariencias, sino en superar eficazmente el concepto de tiempo en nuestro pensamiento y experiencia individual — en dejar atrás las limitaciones materiales mediante la irresistible actividad sanadora del Cristo. Lo que se necesita, en realidad, no es más tiempo, sino una consciencia más profunda del poder y presencia de Dios.
Las presiones, tensiones, trastornos económicos, la inactividad, los estados de somnolencia meditativos, vanas esperanzas, enfermedades incurables, disminución de recursos, decadencia de la moralidad, una sociedad enferma — la muerte misma — son simplemente ejemplos específicos de aceptación en vez de rechazo de la ilusión del tiempo. Como reflejo eterno del Espíritu, el hombre vive y actúa en el reino de lo eterno — sin limitación de tiempo. La Sra. Eddy escribe: “Jesús no tuvo necesidad ni de ciclos de tiempo ni de ciclos de pensamiento a fin de madurar la aptitud para llegar a la perfección y sus posibilidades. Él dijo que el reino de los cielos está aquí y está incluido en la Mente; que mientras vosotros decís: Hay todavía cuatro meses, y entonces viene la siega, yo digo: Mirad hacia arriba, no hacia abajo, porque vuestros campos ya están blancos para la siega; y juntad la mies por medios mentales y no materiales”.La Unidad del Bien, págs. 11–12;
Nuestro Maestro no necesitó “ni de ciclos de tiempo ni de ciclos de pensamiento” y tampoco nosotros debiéramos necesitarlos. El poder del Cristo expresado a través de la oración, o en el tratamiento de la Ciencia Cristiana, produce curación. Por muy largo que haya sido el tiempo en que una dificultad pretendió prevalecer, no importa cuáles hayan sido las circunstancias, el mero transcurso de las horas o días no le da mayor validez y no debiera hacerla más creíble. Existiendo perpetuamente como la idea del Alma — la expresión de todo lo que es hermoso, bueno y permanente — el hombre no es víctima de los latidos del corazón, no depende del reloj, almanaques o estadísticas amenazadoras. El poder del Cristo hace cumplir y sostiene la identidad espiritual del hombre, y percibimos que esta acción del Cristo destruye el “error encarnado” donde y cuando intente aparecer. Éste era el propósito mismo de la sagrada carrera de Jesús, y éste es su mensaje para nosotros hoy en día.
Al hombre inválido que estaba cerca del estanque de Betesda y que había esperado su curación durante treinta y ocho años sin resultado alguno, nuestro Maestro le dijo: “Levántate, toma tu lecho, y anda”. El relato continúa: “Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo”. Juan 5:8, 9; Jesús fue capaz de apaciguar instantáneamente una tormenta y alimentar a las multitudes que necesitaban alimento. También fueron rápidamente sanadas condiciones de ceguera, enfermedad mental, invalidez, improbidad, mediante el poder de Dios, el Principio divino.
Hasta los intentos de matar a Jesús y destruir su vida útil fueron enfrentados y superados mediante el poder eterno del Cristo. La crucifixión no pudo hacer de él una figura insignificante en una era pasada. Sencillamente dio impulso a una manifestación superior de progreso y realización en su resurrección y ascensión. Oró de esta manera: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. 17:5; Con esta comprensión, que se obtiene mediante el poder del Cristo, de que somos inmunes al tiempo, debemos, como cristianos obedientes, enfrentar los problemas de hoy en día.
El Cristo y una firme convicción basada en nuestra comprensión de Dios son inseparables. Lo que Dios es nunca varía. Lo que Cristo manifiesta siempre está presente. El mismo poder que rechazó las restricciones y limitaciones del tiempo hace siglos, actúa como una fuerza sanadora y regeneradora en este mismo momento y a través de la eternidad. Este poder puede superar cualquier dificultad que tengamos que enfrentar. Nuestra tarea es reconocerlo, experimentarlo y probar su dominio.
La oración, es decir, el desarrollo de pensamientos correctos y angelicales, enaltecedores y fructíferos que emanan de la Mente, inevitablemente trae buenos resultados. La creación de Dios no está sujeta a la erosión del tiempo. Todo el bien que fue posible antes, está presente ahora, y puede manifestarse a través del poder del Cristo. Cuán claramente lo describe la Biblia: “Y el ángel que vi en pie sobre el mar y sobre la tierra, levantó su mano al cielo, y juró por el que vive por los siglos de los siglos, que creó el cielo y las cosas que están en él, y la tierra y las cosas que están en ella, y el mar y las cosas que están en él, que el tiempo no sería más”. Apoc. 10:5, 6. La versión de La Nueva Biblia Inglesa interpreta las últimas palabras de este modo: “No habrá ya más demora”.