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La arena, el mar y la búsqueda de Dios

Del número de septiembre de 1979 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace poco, durante la primavera, fui a uno de mis lugares favoritos: una vieja y grande posada en la costa de Massachusetts. Es una hermosa y antigua posada, con una inmensa chimenea de piedra, muchas ventanas y sin calefacción central. Durante la primavera el aire fresco del océano silba a través del rústico entablado del edificio. Los vecinos más próximos están a varios kilómetros de distancia cerca de la playa.

La primera mañana que pasé allí salté de la cama y salí ávidamente a caminar a lo largo de la orilla del mar mientras la marea bajaba. Había ido allí con un propósito muy especial. Había estado sintiendo un gran abismo entre Dios y yo, y deseaba estar a solas para encontrar a Dios. Supongo que esperaba oír una voz, algo similar a la voz que debe de haber oído Moisés cuando Dios le dio los Diez Mandamientos. Yo le hablaba a Dios pero no oía ninguna respuesta. Caminaba y hablaba con Él mañana tras mañana, recordando cómo los patriarcas hablaban con Dios, pero no oía voz ninguna y mi corazón seguía apesadumbrado.

Entonces, una resplandeciente mañana, decidí simplemente caminar hasta la orilla del mar y disfrutar la belleza de esa mañana. Caminé a lo largo de la ribera, esquivando o cruzando las pozas que se formaban y tratando siempre de alcanzar el agua que se retiraba, absorbiendo serenamente esta radiante escena.

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