Cuando viajaba por Europa con una amiga y su hermano, conocí en los Alpes, en una posada para la juventud, a un joven escandinavo, alto y rubio. Él y yo nos gustamos de inmediato. Puesto que todos íbamos a París, nos pareció muy natural que él se nos uniera. Más o menos después de diez días de compartir aventuras, él y yo nos sentimos muy unidos.
Una mañana, sabiendo que mi amiga estaba fuera, y antes de que yo me levantara, él sencillamente entró en mi cuarto y se tendió a los pies de mi cama. Yo sabía lo que él quería, y yo me sentía muy enamorada de él.
Mientras él estaba tendido allí, me vino un pensamiento muy claramente. Fue una frase en la que la Sra. Eddy cita de la obra Hamlet de Shakespeare, parte del consejo que Polonio da a su hijo antes de que Laertes deje su casa:
Contigo mismo sé sincero
y seguirá, como la noche al día,
que falso no podrás ser con nadie.Escritos Misceláneos, pág. 226;
Exactamente lo que esto significa ha sido debatido por varios eruditos en drama, pero en ese momento me vinieron a la mente pensamientos sobre “identidad” que me habían sido enseñados en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana.
¿A cuál identidad estaba siendo yo sincera? ¿Estaba siendo sincera a la identidad que Dios conoce, mi verdadero yo, espiritual, puro y recto? ¿O estaba siendo sincera al yo mortal que anhelaba complacencia, satisfacción inmediata y placer a corto plazo? ¿A quién estaría yo siendo falsa? ¡Nadie lo sabría! ¿No era, acaso, mi vida? ¿No nos amábamos, y no es acaso el amor lo más importante? Estos pensamientos se agolpaban en mi mente.
Pero casi junto con ellos me vinieron pensamientos de integridad moral. ¿No quería yo vivir a la altura de la identidad creada por Dios? ¿No nos dijo Cristo Jesús en las Bienaventuranzas que siendo puros de corazón vemos a Dios? ¿No era acaso mi habilidad de ver a Dios más importante que la atracción física que sentía por este joven? ¿Cuál identidad deseaba realmente yo expresar? Moví la cabeza: “no”. Él pudo ver que yo ya no titubeaba, y salió del cuarto.
A través de los años he estado muy agradecida de que Dios nos da la habilidad de mantener nuestra integridad moral cuando las emociones humanas claman por satisfacción inmediata. La palabra “integridad” se define en un diccionario como “entereza, desinterés, pureza”. Todos necesitamos la integridad.
Desde aquella experiencia en París, he pensado a cuántas personas hubiera yo sido falsa, si me hubiera dejado gobernar por una emoción egoísta. Además de mis padres y de otras personas que confiaban en mí, y me habían demostrado abundantemente su amor a través de los años y esperaban que yo viviera de acuerdo con mis más altos ideales, había otros a quienes yo aún no conocía en aquella época. Por ejemplo, mi esposo, mi hijo, y muchos jóvenes con los cuales he conversado sobre relaciones premaritales. Es muy difícil aconsejar a un hijo o hija, a un hermano o hermana menores, a no dejarse dominar por cualquier impulso si nosotros mismos no hemos vivido de acuerdo con esa norma.
Todos necesitamos establecer un claro concepto de quiénes somos y por qué vivimos. ¿Nos conocemos como Dios nos ve? Dios ve al hombre como eternamente puro. Todos tenemos cierta intuición de esta pureza, la cual nos da inteligencia moral para aplicar a nuestras experiencias a fin de que, por muy duras que éstas sean, siempre nos bendigan. Al establecer firmemente nuestro sentido de pureza e integridad, podemos mantener nuestros verdaderos deseos y aferrarnos a nuestro verdadero ser aun cuando las experiencias emocionales parezcan cernirse sobre nosotros. Si nuestros pensamientos están imbuidos del bien espiritual nada contrario puede entrar en nuestra ciudadela mental.
El argumento de que ésta es una nueva era, con problemas únicos y actitudes únicas, es esencialmente falso. La tentación de no vivir de acuerdo con el más elevado sentido de identidad ha venido a los hombres a través de todos los tiempos. Cuando la esposa de Potifar le dijo a José, “duerme conmigo”, la respuesta de José fue: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” Gén. 39:7, 9; José recurrió a su sentido de integridad moral establecida por Dios. Esto aconteció aun antes de que Moisés diera el mandamiento de Dios “No cometerás adulterio”. Éx. 20:14; Este mismo sentido de integridad moral aún existe y nos pertenece. Necesitamos hablar con Dios calladamente, establecer en nuestro pensamiento la identidad que Él conoce y así, entonces, cuando las tentaciones se presenten, poder contestar sin titubear, como lo hizo José.
La Sra. Eddy, en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud, no anda con rodeos cuando dice: “El mandamiento: ‘No cometerás adulterio’, no es menos imperativo que el otro que dice: ‘No matarás’ ”.Ciencia y Salud, pág. 56; Algunas personas arguyen que las relaciones sexuales premaritales no califican como adulterio. Sin embargo, en el Sermón del Monte, Cristo Jesús señaló claramente que lo importante no es la letra de la ley sino el espíritu del mandamiento; y el espíritu del séptimo mandamiento es obvio para cualquiera que realmente lo acepte. La fornicación, la cual el diccionario Larousse define como “unión carnal fuera del matrimonio”, la clasifican tanto Jesús como Pablo entre una lista de pecados tales como adulterio y asesinatos. Jesús añade que “estas cosas son las que contaminan al hombre”. Mateo 15:20; Y Pablo dice que “los que practican tales cosas no herederán el reino de Dios”. Gál. 5:21;
Necesitamos contrarrestar la ceguera moral con la vigilancia moral y reemplazar la irresponsabilidad moral con la integridad moral. El largo alcance de los beneficios que se derivan de la pureza no sólo se ven sino que también se sienten. Las cualidades morales no son medallas que nos colgamos al pecho. Son los medios para aclarar nuestra visión. Cuando demostramos nuestra pureza natural, vemos la realidad de Dios y nos encontramos en armonía con la creación de Dios. El vivir con pureza mantiene nuestros pensamientos claros y así podemos encontrar nuestro camino en esta aventura espiritual.
La integridad moral es una cualidad que se va desarrollando a medida que la usamos. Las tentaciones continúan durante toda la vida. Cada vez que nos mantenemos firmes en nuestro más alto sentido de moralidad, nuestra integridad se fortalece. Si alguna vez hemos caído en tiniebla moral, esto no quiere decir que debemos aceptar este bajo nivel para nuestra vida de ahí en adelante. En cualquier momento podemos optar por la integridad moral y continuar nuestro ascenso desde este punto.
Algunas veces se nos presenta el argumento: “Tengo la mejor de las intenciones, pero cuando estoy con esa determinada persona, ya no puedo resistir”. Si nuestro sincero deseo es mantener el dominio sobre nuestras emociones, Dios siempre proveerá el pensamiento correcto y la actividad correcta que nos ayudará a mantener este dominio. Pese a todos los argumentos emocionales, si uno de los involucrados se mantiene firme en un alto sentido de integridad moral, ambas partes serán fortalecidas y bendecidas.
En nuestros momentos más tranquilos necesitamos establecer una visión de largo alcance para nuestra vida y nuestros propósitos. Necesitamos orar silenciosamente: “No nos dejes caer en tentación”, Mateo 6:13 (según Versión Moderna); como nos lo dice la oración el Padre Nuestro. Si nuestras oraciones son sinceras, serán escuchadas, y la definición espiritual que de esa línea da la Sra. Eddy será comprobada en nuestra vida: “Y Dios no nos deja caer en tentación, sino que nos libra del pecado, la enfermedad y la muerte”.Ciencia y Salud, pág. 17.