A medida que profundizamos y ampliamos nuestro amor por Dios, observamos que una meta inevitable surge en nuestra vida. Comenzamos a reconocer la posibilidad de superar — tanto en el pensamiento como en la acción — todas las limitaciones de la existencia mortal. Debido a un amor genuino por nuestro prójimo, abrigamos la esperanza — por medio de este crecimiento espiritual — de contribuir, aunque sea en una forma modesta, al progreso de la humanidad hacia lo espiritual.
El resultado final, para el individuo y, en último análisis, para la sociedad como un todo, es un completo despertar espiritual: el descubrimiento de la realidad. Nuestra verdadera identidad individual es idea. Es el hombre, la expresión sin límites de la consciencia divina. Individualmente el hombre representa la pureza y la totalidad del Alma, la bondad y la ternura del Amor y la integridad inmutable del Principio.
Cuando comenzamos a percibir y luego a apreciar esta sustancia verdadera del hombre, preservado en la exacta semejanza de Dios, nuestra vida empieza a reflejar un cuadro más preciso del ser verdadero. Nuestro progreso incluye no sólo un empeño mayor por alcanzar la espiritualidad, sino también un consciente abandono — y hasta sacrificio — de la materialidad.
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