A fines del año 1976 de repente me enfermé gravemente. Como vivía sola y no podía conseguir a nadie que me ayudara, me llevaron a un hospital. Los médicos diagnosticaron varias enfermedades: ictericia, problema sanguíneo, inflamación del hígado y de la vesícula y cálculos biliares. Dijeron que mi caso no tenía remedio y no esperaban que sobreviviera.
A pesar de este veredicto, no perdí mi valor para vivir. Les dije a los médicos que era Científica Cristiana y que no aceptaría tratamiento médico porque quería depender únicamente de Dios para mi curación. Ellos se asombraron de esto y me informaron sobre la gravedad de mi condición. Pero me mantuve continuamente aferrada a la verdad: realmente, sólo Dios puede curar.
Le pedí a un practicista de la Ciencia Cristiana que me ayudara y me mantuve firme en mi fe en Dios, sabiendo que nada es imposible para Él. De ahí en adelante mi condición cambió y gradualmente se manifestó la mejoría. Las sombras de muerte desaparecieron. Cuando los médicos vieron mi progreso, se alegraron y accedieron a mi pedido para salir del hospital. En poco tiempo recuperé mi salud por completo. Sané de todas mis enfermedades. Puedo decir en las palabras de Cristo Jesús: “Padre, gracias te doy por haberme oído” (Juan: 11:41).
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