Un día en el trabajo me mandaron, junto con otros hombres, a probar la instalación de una nueva cañería. Después de la prueba, hubo que sacar agua del tubo, de modo que aplicamos aire comprimido por un extremo, pero no salió agua por el otro. Al ir a la estación donde se cargan los camiones, descubrí que la válvula de escape no estaba abierta. Sin darme cuenta de que la presión de aire había aumentado dentro del tubo, abrí la válvula. La súbita descarga de agua causó que el brazo de acero para cargar diera vuelta y me golpeara en un lado de la cabeza.
El golpe me dejó inconsciente y la herida parecía ser tan seria que los hombres que trabajaban conmigo temieron que fuera mortal.
Me llevaron de prisa al hospital y le avisaron a mis padres diciéndoles que yo quizás no sobreviviría. A pesar de que estábamos a más de tres mil kilómetros de distancia, mis padres confiaron en el conocimiento de que el hombre está siempre bajo el cuidado de Dios; que como el efecto perfecto del Espíritu, mi identidad real permanecía imperturbable e intacta. Se le pidió a un practicista de la Ciencia Cristiana que orara por mí.
Como doce horas más tarde recobré el conocimiento. Aparentemente había mejorado lo suficiente como para que me sacaran de la sección de cuidado intensivo del hospital, donde habían limpiado la herida en la cabeza, la habían cosido y vendado. El médico dijo que yo tenía una fractura del cráneo, una concusión, laceraciones en el cuero cabelludo, y que, probablemente, no podría volver a trabajar hasta dentro de dos meses.
Tan pronto recobré el conocimiento, empecé silenciosamente a insistir en mi identidad como la imagen de Dios y estaba determinado a reconocer que bajo el gobierno de Dios nada inarmónico le puede suceder al hombre. Y si nada discordante puede sucederle al hombre, entonces nada me había pasado a mí. Yo estaba también seguro de que la creencia en consecuencias perjudiciales posteriores, que a menudo se manifiesta en dolor y una larga convalescencia, no tenía validez y, por lo tanto, no tenía poder.
Que todo esto era verdad se probó cuando me dieron de alta día y medio más tarde. Antes de irme, el médico me ofreció medicamentos para aliviar el dolor, pero yo rehusé tomarlos, sabiendo que no los necesitaría. Me fui a casa un viernes, asistí al culto el domingo, y el lunes estaba de vuelta trabajando las catorce horas diarias que usualmente suelo trabajar.
Desde niño me enseñaron que Dios es la Vida del hombre, y que Él siempre dirige y protege su actividad. Siento mucha alegría al dar testimonio de que este hecho espiritual es ciertamente demostrable y que las únicas consecuencias que he experimentado como resultado de este accidente son una gratitud más intensa por la Ciencia Cristiana y un deseo creciente de compartirla con otros.
Berkeley, California, E.U.A.