En mi adolescencia, oré para encontrar la religión que se acercara más a las enseñanzas de Cristo Jesús. En esa época, la Ciencia Cristiana no pasaba ni remotamente por mi pensamiento. Mi padre era médico, pero llegó el momento en que la medicina ya no parecía ayudarme. Padecía de una profunda depresión, y no dejaba de pensar en la posibilidad de suicidarme.
A esa altura, mi jefa, una persona muy gentil, me preguntó si tenía algún problema. Cuando le contesté afirmativamente, me dio un folleto sobre Ciencia Cristiana. Me he olvidado de su título, pero lo leí en el ómnibus camino de mi casa. Fue como la luz proverbial que brilla en la oscuridad.
Empecé a ir a una Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana con mi jefa durante las horas del almuerzo. Compré un ejemplar de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, aunque al principio el único capítulo que podía comprender era el primero, “La oración”. También leía el Himnario de la Ciencia Cristiana, lo que me hacía sentir una gran paz. En efecto, sentí mucha paz en la Sala de Lectura, como hacía tiempo que no sentía.
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