Cuando tenía trece años una pelota de béisbol arrojada con mucha fuerza me golpeó en la cara. A partir de ese momento comencé a sufrir regularmente de hemorragias nasales. Un doctor me dijo que la membrana de mi nariz era tan delgada que tendría hemorragias el resto de mi vida. Dijo que esa condición era congénita, y se había agravado por el incidente con la pelota de béisbol.
Las hemorragias nasales persistieron y empeoraron. Cuando vivía en el dormitorio de la universidad eran tan serias que asustaban a quienes estaban conmigo. Muchas veces me enviaron a la enfermería de la universidad donde el diagnóstico era el mismo que el que me habían dado. Más tarde, cuando estaba de servicio en la Marina, los doctores dijeron que tenía presión sanguínea alta, y que ésa era la causa de las persistentes hemorragias. Dado que mi padre sufría de lo mismo, sacaron en conclusión que esos problemas eran hereditarios.
Después de casarme me pareció prudente solicitar un seguro de vida. Al principio me rechazaron por la presión alta. Más tarde me aceptaron, pero con una prima de alto riesgo. Las hemorragias nasales continuaron todo ese tiempo. Mientras tanto, yo había comenzado a estudiar Ciencia Cristiana.
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