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¿Puede una iglesia realmente amarle?

Del número de mayo de 1990 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


A lo largo de los años he tenido muchas oportunidades de crecer espiritualmente, aunque en esos momentos no las haya visto de inmediato como tales.

Quizás la experiencia que más me impactó, la que resultó ser el mayor paso de progreso en mi viaje espiritual, se produjo cuando me encontré de pronto sola con tres hijos pequeños a mi cargo y sin ninguna preparación para trabajar, o, por lo menos, así lo veía en ese momento. A pesar del amoroso apoyo de mi familia y de mis amigos, además de la ayuda periódica de una practicista de la Ciencia Cristiana, mi salud física y mental se fue a pique. Me sentía completamente aislada. ¿Por qué? Porque relacionaba el amor y la seguridad con el matrimonio y el hogar. Ahora ambos habían desaparecido.

Agréguese a esto un sentimiento de hipocresía que me había impuesto. Cumplía con mis deberes de miembro de la iglesia con una sonrisa, pero en el fondo estaba llorando. Sintiendo que debía ser la más pobre representante de la Iglesia de Cristo, Científico, escribí a la Secretaria de La Iglesia Madre solicitando que se me diera de baja como miembro, exponiendo mis razones para hacerlo. Ahora reconozco que tenía un falso sentido de responsabilidad que me hacía ver que era inadecuada para ser miembro. Pero en ese momento renunciar a mi afiliación me pareció lo más honesto que podía hacer.

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