Cuando era niña, y durante mi juventud, me cuestionaba algunos de los conceptos que había aprendido con respecto al cristianismo. No me sentía identificada con ninguna de las iglesias Protestantes a las que había concurrido. En cambio me sentía libre para pensar sobre lo que la verdad es en realidad. Simplemente no podía aceptar que la “voluntad de Dios” fuera que alguien muriera joven o que padeciera algún tipo de situación angustiante. ¿Querría acaso Dios, que es el Amor, quitarle su hijo a unos padres amorosos, o llevarse a una joven esposa del seno de su familia porque los necesita en el cielo? De ninguna manera, éste no era el Dios que yo deseaba conocer. Rehusaba creer que el hombre fue puesto en esta tierra para ser la víctima indefensa de la enfermedad y las circunstancias. No podía creer que existiera un diablo o un demonio que tuviera más poder que Dios, y rehusaba creer que Dios amaba a unos más que a otros.
Yo había padecido de alergias, envenenamiento, infección aguda de los oídos y otras dolencias que según la creencia general, pertenecen al hombre. Pero a veces rechazaba tanto estos males como los medicamentos que estaban destinados a sanarlos. Como me disgustaban los efectos desagradables que me producían los medicamentos, prefería soportar el malestar que estaba experimentando en ese momento. También me cuestionaba el hecho de que si Dios había creado a los médicos, ¿por qué se les había concedido la capacidad para sanar a un ritmo tan lento? ¿Y acaso Dios no amaba al Hombre Primitivo tanto como nos ama a nosotros, que poseemos la medicina moderna?
Luego mi vida comenzó a desmoronarse. Mi esposo, que había sido cariñoso, paciente y fiel durante varios años de feliz matrimonio, comenzó a beber y se volvió cruel y nada confiable. Cuanto más me esforzaba por arreglar las cosas, peor se volvía la relación.
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