Horas Antes de regresar a mi país, un amigo y sus dos hijas me llevaron a visitar un fuerte antiguo en las afueras de la ciudad. Al volver del paseo, me llamó la atención ver pequeños grupos de hombres y mujeres caminando apresurados en dirección al centro. Mi amigo, viéndose preocupado, me pidió que llevara a las niñas a su casa mientras él buscaba un lugar para estacionar.
Empezamos a caminar, y cuando doblamos por una calle angosta, a sólo dos cuadras de la casa, de pronto apareció una multitud. Venían corriendo y gritando hacia nosotros seguidos por policías con lanzagases. Como nada parecía detenerlos, teníamos que decidir pronto hacia dónde ir. Estábamos parados frente a una zapatería y entramos rápido adentro.
Ni bien entramos el dueño bajó inmediatamente la persiana metálica. Cuando mi vista se acostumbró a la débil luz interior, alcancé a ver otros diez rostros agitados y mostrando cierto temor. Todos en silencio. Todos atentos a los sonidos de la calle. Luego me volví hacia las niñas. Como parecían no entender muy bien lo que ocurría, las miré, me arrodillé para estar a su misma altura, y hablamos.
Hablamos de Dios que es Amor siempre presente, como lo habían visto ese día por la mañana en la clase de la Escuela Dominical de la Christian Science. Estuvimos de acuerdo en que el Amor divino es un poder que lo incluye todo y que nos protegía, incluso a los manifestantes y a la policía. De algún modo salió en la conversación lo que dice el salmista: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”. Salmo 46:1.
Pero era necesario llegar a la casa antes que el padre llegara, de lo contrario se preocuparía y saldría a buscarnos. Cuando los ruidos pasaron, me acerqué al zapatero —que por la mirilla seguía los movimientos en la calle— y le pedí que nos dejara salir cuando estuviera todo un poco más tranquilo.
En menos de cinco minutos, cuando abrió la cortina tomé a las niñas de la mano y me dirigí caminando rápido hacia la esquina, donde corría la avenida principal. Sólo teníamos que cruzarla y enfrente ya estaba la casa de departamentos.
Pero había un inconveniente. Una barrera de gente sobre el cordón de la acera se interponía para poder cruzar. Además, hacia la izquierda, a unos 100 metros, había una multitud en medio de la calle con carteles y piedras en sus manos que gritaban a coro frases contra el gobierno. Hacia la derecha, a la misma distancia, estaba la policía montada en briosos caballos con armas y lanzagases.
Cuando nos abrimos paso entre la gente de repente nos encontramos parados en el cordón, frente a una avenida vacía en el medio. Teníamos que cruzarla.
Me incliné nuevamente y hablé con las niñas. Les dije que íbamos a cruzar corriendo, y que todos en esa calle estábamos rodeados del amor de Dios; que no había nada que temer porque Dios nos llevaba de la mano. Las niñas mostraron entenderlo. Estoy seguro de que Dios nos habló a todos porque ninguno de nosotros mostró signos de temor.
Las tomé de la mano y comenzamos a cruzar a paso apresurado. Los gritos que venían de la izquierda y la presencia poco amistosa de la derecha parecieron perder toda sugestión de amenaza. La presencia benéfica de Dios estaba obrando en todos.
Finalmente, del otro lado nos vieron venir a través del cristal de la puerta de entrada, nos abrieron, y volvieron a cerrar de inmediato. Una vez adentro todos celebramos habernos encontrado y expresamos gratitud por habernos sentido siempre seguros.
Pero no todo había terminado. Yo tenía que volver a salir para tomar el autobús que me llevaría al aeropuerto. De modo que me despedí, tomé una maleta en cada mano y salí a la calle.
Todo lo que tenía que hacer era dar vuelta a la manzana y caminar dos cuadras para llegar a la estación.
La situación no había cambiado, y yo avanzaba como podía, pegado a la pared, para que no me llevaran por delante. De pronto, apareció un grupo corriendo frente a mí, pero pasó de largo y respiré con alivio. Ahora sólo me faltaba cruzar una esquina y allí estaba la estación. Casi la podía ver desde donde estaba.
De repente el extremo de un bastón en el pecho me paró en seco. El policía que lo sostenía con una mirada autoritaria me preguntó: —¿A dónde va?
—A la estación del autobús, para ir al aeropuerto—, y le mostré las valijas.
—Por aquí no se puede cruzar, tiene que dar la vuelta—, me dijo casi gritando.
Pude ver que no había otra forma de llegar. Todas las salidas estaban cerradas. Pero una posibilidad permanecía abierta: orar. Y no recuerdo exactamente en qué pensé, pero sí sé que sólo sentí amor hacia ese policía y hacia todos en esa ciudad.
Cuando me di vuelta para ver hacia dónde iba, él ya había doblado la esquina. Luego crucé la calle y entré en la estación. Allí, otros amigos que habían viajado conmigo estaban esperando el autobús, y luego todos pudimos salir sin problemas hacia el aeropuerto, — seguros.
Ésta experiencia me dejó una lección que permaneció para siempre conmigo. Y es que por más amenazadora que sea la situación que enfrentamos, Dios siempre puede poner a nuestro alcance un sentido poderoso de Su amor. Su presencia es como el rostro de un querido amigo, que con su sonrisa deja la sensación de que todo lo perdona, todo lo protege, sanando y bendiciendo.