Los Dos Adversarios iban parejos, patinando velozmente sobre el hielo, intercambiando palabras poco amistosas. Yo observaba el juego, y como madre oraba para que la situación no terminara en una batalla campal. Alguien dijo alguna vez que el cielo es como un partido de hockey donde no hay peleas; en aquel momento me pareció que debía ser así.
Más tarde, mi hijo Lucas me dijo que el jugador del otro equipo lo había estado molestando y burlándose de él. Para calmar la situación tan tensa, mi hijo había optado por responderle de manera diferente; se rió amistosamente. Y siguió riéndose hasta que su oponente se empezó a reír también. Allí terminó el conflicto.
Desde entonces me he preguntado qué fue lo que transformó esa situación tan hostil, y produjo la paz. Obviamente fue importante la disposición de expresar amor y de no reaccionar ante el mal. Sin embargo, veo otro elemento muy significativo para encontrar la paz a diario. Gradualmente, estoy aprendiendo a desarrollar una especie de conciencia guerrera, para protegerme de las aparentes fuerzas del mal y defender mis derechos espirituales inalienables. Una actitud llena de amor es esencial, pero si ahondamos un poco, descubrimos que nuestro amor debe apoyarse sobre un fundamento sólido, sobre la firme resolución de no hacerle concesiones al mal; debe apoyarse en la comprensión de la supremacía absoluta del bien.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!