Nunca Fui el estereotipo de adolescente alcohólico. Asistía a la Escuela Dominical todos los domingos. Fui una niña tímida y una adolescente tímida, siempre con las narices en los libros, incómoda en toda reunión social.
Una tarde, mientras me preparaba para asistir a una fiesta en la casa de una amiga, sus padres advirtieron que estaba nerviosa por tener que encontrarme con otros adolescentes, y me ofrecieron un vaso de vino para tranquilizarme. Aquel vaso de vino me llevó a casi 15 años de alcoholismo.
Al llegar a adulta, el alcoholismo comenzó a asumir el control de mi vida. Era adicta al vino y a los medicamentos que tomaba para aliviar los síntomas asociados con la ingestión de alcohol.
Hace 16 años, este hábito me tenía dominada. Todas las noches bebía entre un litro y un litro y medio de vino. Mi adicción a los medicamentos me estaba causando serios efectos secundarios y mis riñones ya no funcionaban en forma adecuada. Me habían dicho que debido al problema renal tendría que someterme a una operación u otra clase de tratamiento.
Durante un viaje en tren a la casa de mi madre (a donde iba a pasar un fin de semana largo) me quedé dormida. Cuando me desperté era de noche y el vagón del tren donde estaba el bar ya había cerrado. Me puse frenética, y por primera vez pensé que mi adicción al alcohol era seria y que tendría efectos secundarios si intentaba dejar de beber.
Entonces empecé a sentirme muy mal. Estaba temblando y me dolía el cuerpo, síntomas típicos de quien trata de dejar una sustancia adictiva. Tan pronto como el bar abrió, compré cinco botellas de vino por si las necesitaba y comencé a beber de inmediato. Los síntomas desaparecieron casi instantáneamente y comencé a sentirme mucho mejor. “Bueno, quizás todo estaba en mi pensamiento y no tenga ningún problema”. pensé.
Estaba bastante ebria cuando llegué a la casa de mi madre. Al verme en esas condiciones, me dijo: “Se acabó. Tenemos que hacer algo. Tienes que dejar de mentirte a ti misma”. Debido al problema renal, mi piel tenía un color amarillo verdoso, había perdido mucho peso y me veía horrible.
Después de haber criado a sus hijos en la Escuela Dominical de la Christian Science, mi madre sabía muy bien que yo entendía que me estaba hablando de la oración. Me estaba diciendo que tenía que cambiar mi punto de vista acerca de mi persona y la forma en que me estaba tratando a mí misma. Tanto ella como mi abuela (que es practicista de la Christian Science) estaban orando por mí. Mi abuela me enviaba cartas en las que me hablaba de Dios. Pero tan pronto veía la palabra Dios, yo las rompía. No quería ni escuchar hablar del tema. Me sentía incomprendida. Creía que necesitaba el vino y la clase de vida que llevaba, porque me sentía realizada y consideraba que tenía una vida plena.
Yo no quería cambiar. Realmente me gustaba como era. Tenía éxito en mi trabajo, me sentía respetada en mi profesión y me gustaba mi estilo de vida. Pensaba que el vino era algo fantástico. Me gustaban los vasos en los que se servía y me agradaba formar parte de su cultura. Además, me jactaba de ser experta en vinos y a menudo visitaba vinerías. Pensaba que toda esa cultura era parte de mí.
Después de conversar con mi madre aquella noche, comencé a ver que algo debía cambiar en mi vida. Pero nunca pensé que tenía que ver con mi abuso del alcohol.
A la mañana siguiente, me desperté entusiasmada por el día que me esperaba. Era el Día de la Independencia, e íbamos a ir a un parque a nadar y divertirnos. Casi todos mis hermanas y hermanos estaban allí. Iba a ser un gran día. Mandé a mi hermano menor a comprar un par de botellas de vino y me dispuse a pasar un día tranquilo y feliz.
Cuando salíamos para el parque, llegó Dwight, un amigo que mi madre conocía de la iglesia. Había venido a acompañarnos al parque porque no tenía nada que hacer ese día.
Nadamos, caminamos y jugamos al voleibol. Allí comencé a observar la forma en que Dwight trataba a los demás. Me gustó mucho su amabilidad. Pero como era una de las tantas personas que mi madre había conocido en la iglesia, creí que jamás llegaría a conocerlo bien.
Mientras caminábamos, comencé a pensar acerca de mí misma de forma diferente. Empecé a darme cuenta de que quería ser una buena persona, que deseaba vivir la clase de vida que veía expresada en Dwight. Comencé a preguntarme qué lo hacía actuar de ese modo, porque yo disfrutaba mucho charlar con él. Cuando me hablaba, sentía que le hablaba a quién yo era verdaderamente, en lugar de fijarse en mi corte de pelo, mi maquillaje, la ropa que vestía o el perfume que usaba. Me daba la impresión de que percibía quién era yo realmente y se daba cuenta de que yo era una buena persona.
Volví a ser yo misma
Al terminar el día, volvimos a la casa de mi madre, y al llegar me di cuenta de que no había tomado ni un solo vaso de vino en todo el día. Fui a la cocina, tomé un vaso y me serví vino. Luego llevé el vaso a la mesa que estaba afuera y me senté a disfrutar de lo que siempre había considerado era el broche de oro del día: verdadera paz, tranquilidad y gozo.
No había empezado a beber cuando Dwight se acercó a la mesa, me miró y me dijo: “¿Puedo tomar algo?” Recuerdo haberlo mirado y luego haber contemplado mi vaso de vino, y sentir como si éste me fuera completamente extraño, como si no pudiera beberlo.
Recuerdo que me levanté, fui a la cocina, eché el vino en la pileta y serví dos vasos de limonada. Luego nos sentamos y comenzamos a charlar. A partir de ese día, nunca más sentí la tentación de volver a tomar alcohol. Tampoco volví a tomar medicamentos. Aquel día también me sané del dolor, de la hemorragia y del problema en los riñones. Esos síntomas jamás regresaron.
Cuando mi madre volvió a la mesa, me miró y me dijo: ¡Hola! Y yo le respondí: “Mamá, ¿te acuerdas del himno que solíamos cantar?” Entonces ella se puso a llorar. Me dijo que veía otra persona en mí. Ésa no era la joven que había ido a buscar a la estación del tren el día anterior. Mi piel había recuperado su aspecto normal; mis ojos estaban claros y brillantes. Volví a ser yo misma, la hija que ella recordaba.
Más tarde, Dwight me explicó que luego de que sus planes para aquel día se frustraron, leyó una declaración de Ciencia y Salud que explica la forma en que Jesús sanaba. Dice lo siguiente: “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto, que aparecía a él donde el hombre mortal y pecador aparece a los mortales. En ese hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esa manera correcta de ver al hombre sanaba a los enfermos”.Ciencia y Salud, págs. 476. Me dijo que esa declaración lo había fascinado, y que se había dado cuenta de que era clave para la curación espiritual. Entonces había tomado la decisión de ver al hombre de esa forma durante todo el día.
De modo que, en lugar de ver hombres y mujeres atractivos o imperfectos, ancianos o jóvenes, ricos o pobres, él iba a tratar de ver al hombre perfecto que Dios creó, el hijo de Dios que Jesús veía.
Ese punto de vista fue lo que yo percibí. Comencé a verme a mí misma a través de sus ojos, a través de su percepción espiritual. De pronto me resultó claro quién era yo, y fui sanada del hábito de beber. Pero, lo que es aún más importante, fui sanada de un falso concepto de mí misma.
En algún momento, había pensado que mi problema era la bebida o la adicción a las drogas. Pero luego me di cuenta de que esos eran tan sólo los síntomas del problema. El problema era que yo me sentía separada de Dios. Y exactamente ése es el pecado. Busqué la palabra pecado en el diccionario y encontré que la raíz de la palabra significa separación. Percibí que estaba bebiendo para vencer el temor de sentirme separada de Dios, del bien, del amor; para vencer el temor de que no tenía suficiente confianza, suficiente amor, y que no era amada lo suficiente como para sentirme cómoda en un ámbito social. Pensaba que sin la bebida, no podría ser yo misma, no podría sentirme tranquila y en calma. Mientras me concentrara en el problema, no hallaría la solución. Al reflexionar sobre estas ideas luego de la curación, me di cuenta de que lo que el alcohol hacía era ocultar el verdadero problema. Necesitaba sentirme incómoda con un sentido falso acerca de mí misma para poder encontrar el verdadero concepto acerca de mi ser y mi relación con Dios. Al comprender que era la expresión de Dios, vi que incluía las cualidades de perfección e integridad.
Yo tenía el derecho de que Dios me amara y de ser la expresión misma del Amor. De modo que en lugar de preocuparme por la forma en que los demás me veían y por lo que pensaban acerca de mí, tenía el derecho de amar a los demás, de expresar compañerismo y amabilidad en ámbitos sociales, en lugar de pensar en cómo me iban a ayudar, amar y tratar.
Ese punto de vista transformó mi vida completamente. La Sra. Eddy escribe: “la sensibilidad es a veces egoísmo” Mensaje para el año 1900, pág. 8. Aprendí que ser tímida es una actitud egoísta, mientras que el amor jamás lo es. El amor es siempre desinteresado.
Ese día sané además de la necesidad de usar lentes (aunque pasó un mes antes de que me diera cuenta de ello). Mi vida se transformó de tal forma, que hasta mi rutina diaria cambió. Un mes más tarde mi mamá me llamó y me dijo que mis lentes de contacto estaban en el baño y me preguntó si los necesitaba. Pero yo ni siquiera me acordaba de ellos. Pasé de no haber leído una sola palabra en la Biblia o Ciencia y Salud durante 13 años, a estudiar de esos libros diariamente (y sin tener que utilizar lentes). El deseo que antes sentía por el alcohol fue reemplazado por el deseo de crecer espiritualmente. Y por ello estoy realmente agradecida. Comprobé que podemos liberarnos completamente de la sensación de que estamos separados de Dios.
Hoy, 14 años después, soy practicista de la Christian Science y ayudo a otras personas que están luchando con el alcoholismo. Dedico todo mi tiempo a cultivar la clase de visión espiritual del hombre que Dwight me enseñó hace tantos años. Estoy muy agradecida por poder retribuir parte de lo que él me dio.
