Recuerdo que, cuando estaba criando a mis seis hijos, a menudo me sentía inepta y culpable por no estar haciéndolo mejor. Muchas veces, los días no comenzaban ni terminaban bien. Sin embargo, tenía el ferviente deseo de hacer las cosas mejor y de enfrentar los desafíos que desafíos que presenta la maternidad de manera más espiritual.
Cuando los niños hacían algo que no debían, solía enojarme. Por mucho que me esforzaba, perdía los estribos. Al arroparlos en la cama, me prometía que al día siguiente, pasara lo que pasara, no me enojaría. Pero, al otro día, el menor incidente — leche derramada, desobediencia, peleas — me hacía reaccionar, impacientarme y a veces enfurecerme. Obviamente, eso hacía que todos estuvieran molestos.
Comencé a liberarme de las reacciones y de la impaciencia cuando empecé a estudiar la Christian Science. Aprendí a orar por mí misma y por mis hijos. Comenzaba mi oración reconociendo que Dios es el único creador, el Padre divino. Reconocía que Él nos había creado, a mí y a mis hijos, a Su semejanza. De modo que ellos no eran seres subdesarrollados que yo tenía que perfeccionar, sino que ya eran expresiones completas de Dios. También quería decir que yo no era un ser humano insignificante que trataba de ser bueno sin lograrlo. Yo era como Dios me había creado — paciente, buena y afectuosa — y no podía evitar comportarme de esa forma. ¡El cambio fue notable! No siempre estuve a la altura de las circunstancias (ni tampoco lo estuvieron mis hijos) pero continué identificándonos a ellos y a mí misma correctamente como había aprendido a hacer.
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