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El Ayudante de mamá

Del número de julio de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Recuerdo que, cuando estaba criando a mis seis hijos, a menudo me sentía inepta y culpable por no estar haciéndolo mejor. Muchas veces, los días no comenzaban ni terminaban bien. Sin embargo, tenía el ferviente deseo de hacer las cosas mejor y de enfrentar los desafíos que desafíos que presenta la maternidad de manera más espiritual.

Cuando los niños hacían algo que no debían, solía enojarme. Por mucho que me esforzaba, perdía los estribos. Al arroparlos en la cama, me prometía que al día siguiente, pasara lo que pasara, no me enojaría. Pero, al otro día, el menor incidente — leche derramada, desobediencia, peleas — me hacía reaccionar, impacientarme y a veces enfurecerme. Obviamente, eso hacía que todos estuvieran molestos.

Comencé a liberarme de las reacciones y de la impaciencia cuando empecé a estudiar la Christian Science. Aprendí a orar por mí misma y por mis hijos. Comenzaba mi oración reconociendo que Dios es el único creador, el Padre divino. Reconocía que Él nos había creado, a mí y a mis hijos, a Su semejanza. De modo que ellos no eran seres subdesarrollados que yo tenía que perfeccionar, sino que ya eran expresiones completas de Dios. También quería decir que yo no era un ser humano insignificante que trataba de ser bueno sin lograrlo. Yo era como Dios me había creado — paciente, buena y afectuosa — y no podía evitar comportarme de esa forma. ¡El cambio fue notable! No siempre estuve a la altura de las circunstancias (ni tampoco lo estuvieron mis hijos) pero continué identificándonos a ellos y a mí misma correctamente como había aprendido a hacer.

Esa clase de oración me dio la capacidad de mantener la calma y controlar mis emociones. Recuerdo claramente una ocasión en que nuestro hijo de 8 años reconoció mi progreso. Su observación me emocionó tanto que aún estoy agradecida por ello. Después de tener un día particularmente difícil con él, yo mantuve la calma. Aquella tarde, mi hijo terminó sus oraciones diciendo: “Gracias Dios, por la Christian Science, porque sin ella, mamá y papá se habrían enojado, y todo hubiera sido horrible”. Me sentí muy agradecida por estar progresando y bendiciendo a mi familia.

Con el tiempo, llegamos al punto de que cuando surgía algún problema, todo el que había tenido algo que ver con él, se iba a su habitación a orar. Cuando me tocaba a mí, le pedía a Dios que me amara y me ayudara a expresar más de Su maternidad, paciencia, ternura, comprensión, perspicacia, compasión y amor. Luego escuchaba con atención. Después de orar, todos los que habían sido parte del problema se ponían a conversar con calma y honestidad acerca de la situación, para tomar así la decisión apropiada.

La oración revela que cada uno de nosotros tiene una relación especial e indestructible con Dios, y que somos inseparables de Él. La Biblia nos asegura que aun cuando parecemos estar luchando en un mar de sentimientos encontrados, Dios siempre nos guía, dirige y guarda “como a la niña de su ojo”. Deuteronomio 32:10. Los siguientes versículos comparan el amor de Dios con el de un ave con sus polluelos: “Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas, Jehová solo le guió, y con él no hubo dios extraño”. Deuteronomio 32: 11, 12. Cuando comprendía que Dios me estaba cuidando de esa forma, el temor, la impaciencia y la ira desaparecían.

En efecto, estaba aprendiendo a ser paciente, no sólo con los niños, sino conmigo misma. Ciencia y Salud nos dice: “Esperad pacientemente a que el Amor divino se mueva sobre la faz de las aguas de la mente mortal y forme el concepto perfecto. La paciencia debe “tener su obra completa”.Ciencia y Salud, pág. 454. A medida que persistía en esperar pacientemente, el Amor divino se transformó en mi “ayudante”, por así decirlo. Recurría a diario e invariablemente a Él con el propósito de ser paciente y afectuosa, y estar siempre disponible, nunca demasiado ocupada, atemorizada o ausente.

Cuando mis hijos llegaron a la adolescencia, esas valiosas lecciones preservaron nuestra armonía. Entonces percibí, como nunca antes, que Dios no sólo es Padre, sino también Madre. Y me di cuenta de que, al igual que una madre, Dios consuela a Sus hijos, dando a cada uno de ellos gozo permanente, calma inquebrantable, sentido de dirección y valor para seguir adelante. Todos los niños tienen a este mismo Padre-Madre Dios, en quien pueden confiar. Un Dios que los ama y mantiene a salvo. Dios es su “ayudante” y el nuestro.

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