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La importancia de ser un padre honesto

Del número de julio de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Para Mí era evidente que la tensión entre mamá y papá aumentaba. De niña, todas las noches a la hora de cenar me preguntaba si se irían a separar.

No hablaban de eso delante de mí, pero yo lo sentía. En aquel entonces no se acostumbraba hablar de esas cosas con los hijos. Se pensaba que era mejor preservar su inocencia y protegerlos de las duras realidades de la vida.

Sin embargo, esa noche de verano, mamá rompió con las costumbres. Papá ya se había levantado de la mesa, y ella y yo estábamos solas sentadas en el porche de atrás, junto a cáscaras de sandía y vasos de limonada helada. No recuerdo si le pregunté qué estaba sucediendo, pero sí recuerdo que ella me dijo: “Laura, no te preocupes. Nunca me voy a divorciar de tu padre”.

Sus palabras tuvieron el mismo efecto que el de sus manos suaves cuando acariciaban mi cabello desordenado. Mi miedo desapareció instantánemente. Aunque no entendía todo lo que pasaba, me sentí segura y con más confianza. (Nunca se divorciaron, sino que fueron limando asperezas, y hoy en día, su matrimonio continúa firme y armonioso.)

Gracias a experiencias como ésta en mi vida, la honestidad se ha transformado en un elemento de suma importancia en la crianza de mis hijos, que ahora tienen trece y nueve años. El amor, la disciplina, el afecto, la generosidad, la paciencia, se han fortalecido. Mis hijos y yo tenemos la certeza de que podemos confiar los unos en los otros.

Hay una frase en Ciencia y Salud que me parece muy acertada: “La honradez es poder espiritual”.Ciencia y Salud, pág. 453. ¿Por qué? Porque es consecuencia de la Verdad infinita que es Dios, y Dios es único poder que existe. Me he dado cuenta de que decir siempre la verdad me mantiene conectada directamente con mi Creador. Y como mi Creador es veraz, es inevitable que yo sea honesta y que mi fortaleza radique en esa cualidad.

El tema sobre la honestidad, en el capítulo llamado “Enseñanza de Ciencia Cristiana”, es precedido por esta frase: “Enseñad a vuestro alumno que tiene que conocerse a sí mismo antes que pueda conocer a otros y atender a las necesidades humanas”. La educación de nuestros hijos ciertamente está bajo la categoría de atender a las necesidades humanas. Por eso, para mí, el conocerme y ser honesta conmigo misma, es el primer paso para ser una buena madre.

Para conocerme mejor, comienzo reconociendo quién soy realmente como reflejo de Dios. Y cuando comprendo que como imagen de Dios ya poseo todas Sus cualidades, percibo mejor lo que necesito cambiar en mi pensamiento o en mi conducta. Es como encender la luz en una habitación oscura. De pronto, se pueden ver las manchas en las paredes y en la alfombra. Cuando dejo entrar la luz espiritual en mi conciencia, las manchas que necesitan ser eliminadas se notan claramente.

Yo soy entonces quien, o bien, encuentra las excusas para justificar esas manchas, diciendo “tuve un día muy cargado de trabajo”, “enfrenté tantos problemas en el pasado”; o toma la decisión de empezar a limpiarlas.

Me he dado cuenta de que cuando estoy realmente dispuesta a limpiar mi pensamiento, a desprenderme de los defectos de personalidad, esforzándome por comprender mi ser verdadero como hija de Dios, los puedo ir superando paso a paso.

¿Qué efecto produce todo esto en mi papel de madre? Ciertamente hay muchas maneras en las que los padres pueden ser honestos consigo mismos y con sus hijos. Para mí, la mejor táctica de transición, hasta que por medio del crecimiento espiritual mis faltas vayan desapareciendo, ha sido reconocerlas francamente ante mis hijos. Eso les ha sacado de encima el peso de creer que ellos tienen la culpa de mis errores. Muchos hijos se culpan a sí mismos si la mamá llora o papá está nervioso. No quise que familia tuviera ese modelo.

Mis hijos parecen apreciar sinceramente que yo tome estas ideas tan en serio. Por supuesto que cuando estoy cansada o de mal humor, no lo dejo traslucir por completo. En esos casos, la Regla de Oro me viene muy bien. Yo no querría que alguien se peleara conmigo porque tiene problemas personales, por lo tanto trato de no hacer lo mismo con los demás, y eso incluye a mis hijos. Pero sí les hago saber cuando tengo algún problema, y ellos lo entienden y me dejan tranquila para que lo solucione. Luego, cuando está solucionado, pueden ver los resultados.

Por otro lado, es natural para mí también decirles cuando las cosas andan muy bien y compartir esos momentos y cada uno de sus gloriosos detalles. Y saben que soy honesta cuando les digo que han hecho un buen trabajo o que estoy orgullosa de ellos.

Mis hijos me han oído decir. “No estoy criando niños, estoy criando adultos”. Para mí, criar a los niños es prepararlos para que sean adultos. Cuando ellos ven las dificultades por las que paso y cómo las supero, pienso que están aprendiendo varias cosas, entre ellas: 1) No existe un problema que sea tan grande que no se pueda superar. 2) Pueden resolver sus propios problemas. 3) Aunque mamá sea una buena fuente de recursos para resolver los problemas, siempre hay algo más elevado que mamá a lo que pueden recurrir.

Esto último es muy importante para mí. Cuando ven que hago frente a mis propias faltas y debilidades con la oración, y luego notan que se produce un cambio en mí, se dan cuenta de lo que significa realmente la curación. Comprenden que es importante ser persistente y paciente. Quiero que mi vida sea un ejemplo vivo de que vale la pena recurrir a Dios en busca de ayuda.

Como resultado de mi honradez, mis hijos son muy abiertos conmigo. Me cuentan con toda confianza cuando han cometido alguna falta, han desobedecido alguna regla, o están confundidos. Estoy segura de que si tienen algún problema, yo soy la primera en saberlo. Y lo confirmé con ellos cuando escribí este artículo.

Hace varios años, me propuse ser honesta y eso me obligó a hacer algunos cambios.

Hace unos cuantos años, no estaba viviendo una vida demasiado recomendable. Volvía a casa muy tarde por las noches y no sabía elegir muy bien a mis amistades. Los niños comenzaron a hacer preguntas y a notar la manera en que me comportaba. Y cuando me di cuenta de ello, supe que no era la clase de vida que quería que ellos imitaran cuando crecieran.

Tenía dos opciones: ocultarles las cosas (que hubiera sido difícil de hacer), o cambiar mi proceder. Muchos motivos me llevaron a optar por esto último, y uno de ellos fue la certeza de que no era natural para mí llevar la vida que llevaba. Quería ser honesta con mis hijos, y tener una vida de la cual pudiera estar satisfecha y de la que pudiera hablar con honestidad. Con ese objetivo en mi corazón, la Verdad, Dios, me ayudó a lograrlo.

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