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Un dolor punzante desaparece

Del número de julio de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Era Una Fría Mañana de invierno, ideal para estar en mi escritorio. Soy octogenaria y vivo sola, por lo cual disfruto enormemente de poder estudiar la Christian Science sin interrupciones. Gozo de buena salud, y no he necesitado atención médica ni farmacéutica.

Esa mañana en particular, había hecho normalmente los arreglos de rutina de la casa. Pero de pronto cuando estaba caminando por el pasillo sentí un dolor punzante y me sentí muy enferma. Agarrándome con firmeza a la mesa del teléfono, lo primero que pensé fue “alguien me va a tener que venir a ayudar”. Pero entonces reconocí claramente que Dios y Su creación armoniosa, el hombre y el universo, están siempre presentes. Recordé algunas declaraciones que hace Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud: “El Espíritu no puede tener opuesto” (pág. 278); “La primera exigencia de esta Ciencia es: 'No tendrás dioses ajenos delante de mí’. Ese es Espíritu” (pág. 467); “Las Escrituras nos informan que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. La materia no es esa semejanza. La semejanza del Espíritu no puede ser tan desemejante al Espíritu” (pág. 475).

Al reflexionar sobre estas declaraciones me di cuenta de que el Espíritu no envía el dolor porque en el Espíritu no hay dolor. Por lo tanto el dolor no forma parte de mí como semejanza del Espíritu. A medida que fui aceptando y comprendiendo estas verdades, comenzó a producirse un cambio muy perceptible en mi actitud. En lugar de sentirme incapaz, sola y lánguida, me empecé a sentir fuerte, y capaz de cuidar de mí misma y de hacer las cosas que tenía que hacer. Al moverme con toda libertad, me sorprendí al darme cuenta de que el dolor punzante había desaparecido. Me fui directamente a mi escritorio y leí lo siguiente en Ciencia y Salud: “Si el pensamiento se alarma por la energía con que la Ciencia reivindica la supremacía de Dios, o la Verdad, y pone en duda la supremacía del bien, ¿no debiéramos, por el contrario, asombrarnos de las vigorosas pretensiones del mal y dudar de ellas, y ya no pensar que es natural amar el pecado y contranatural abandonarlo — ya no imaginarnos que el mal está siempre presente y que el bien está ausente” (pág. 130).

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