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Nada que esperar ni nada que temer

Del número de septiembre de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace Un Tiempo, leí una lista de tendencias negativas asociadas con la llegada del nuevo milenio: falta de unidad, cinismo, rechazo de la autoridad y la creencia de que es necesaria la persecución. Al considerar estos elementos a la luz de la relación que tenía con mi hija Melinda en aquella época, me di cuenta de que esa lista describía lo que mi hogar era entonces.

Puesto que ninguna de esas condiciones proceden de Dios, no poseen causa real, por más que a veces parecen presentar bastantes problemas. Sólo Dios es la única causa y todo efecto real procede de esta causa única. Y puesto que Dios es el bien, todo efecto real también debe ser bueno. Las actitudes negativas que estaba viendo en mi hija y que yo misma a veces sentía, eran como una película con escenas exageradas, que aunque sabemos que son ficticias, parecen muy reales cuando las estamos viendo. De modo que ninguna de esas actitudes podía tener influencia sobre nuestra relación.

Mis motivos debían volverse más puros y mis acciones, más serenas y equilibradas

Esta percepción de que la bondad de Dios es lo único que está presente, de inmediato me dio esperanza. Me di cuenta de que si bien esas actitudes parecían haber estado perturbando a nuestra familia desde hacía mucho tiempo, jamás habían tenido poder alguno. En ningún momento habían definido quiénes éramos y jamás nos habían siquiera tocado. Todas esas tendencias negativas eran tan solo creencias que la gente aceptaba como legítimas. Eran creencias que podíamos considerar como una imposición sobre la gloria y la grandeza de la creación perfecta de Dios. Al comprender que cada cualidad opuesta a esas creencias se originaba en Dios, pude determinar cuál era la verdad espiritual y real. Me ayudó mucho reflexionar sobre las ideas que presentamos a continuación.

El deseo de causar conflictos

Esta creencia nunca podría proceder de Dios, que es la Mente única y perfecta. Todo deseo malo jamás pertenece a nadie. Cada hijo de Dios tiene únicamente los pensamientos que la Mente divina le da, y esos pensamientos son puros, inocentes, afectuosos y pacíficos.

Desconfianza en que la unidad sea posible

La verdad espiritual es que Dios es Uno y Dios es Todo. Cada uno de nosotros refleja la unicidad que existe entre la Deidad y Su creación. Hay tan solo un reflejo perfecto de un Dios perfecto. De modo que no puede haber más que una familia espiritual, que nos incluye a todos. Puesto que la creación refleja a Dios, tiene que ser tan armoniosa como Él mismo.

Sentimientos de persecución y sufrimiento

La Biblia nos dice que el reino de Dios está entre nosotros. Véase Matco 4:17. No hay dos reinos, uno perfecto y otro caótico. Tampoco estamos en un reino de discordia, esperando que el bien nos llegue algún dia. El reino de Dios es armonía, de modo que la agresión, la opresión, la persecución y el sufrimiento no es el resultado final. El Amor divino, es el poder que crea, mantiene, relaciona y protege a todos.

Rechazo de la autoridad

Esto surge de aceptar que existen otras mentes aparte de la Mente divina. Pero Dios es la única Mente, la única voluntad y la única autoridad. Por lo tanto, todo está bajo Su jurisdicción.

Cinismo

Esto supone que algo está mal y no puede ser modificado. En realidad, sólo Dios habla y de Su boca procede la ley de la bondad infalible. No hay ley humana que opere contra esta ley divina.

Estas fueron las verdades que procuré comprender y en las que decidí concentrarme. Y me di cuenta de que podía hacerlo en ese mismo momento. No tenía que hacer que mi hija cambiara, sino que debía abandonar la opinión equivocada que yo tenía de ella. Puesto que esas verdades espirituales eran reales, no tenía sentido sentirme herida, enojada o frustrada. No podía seguir simplemente esperando que terminara ese período en que teníamos que vivir juntas.

Yo necesitaba ver a mi hija de manera diferente.

Al comenzar a hacerlo, sentí que aquella experiencia era un verdadero bautismo. Mis motivos debían volverse más puros y mis sentimientos y acciones, más serenos y equilibrados. Necesitaba ver a la verdadera hija de Dios, allí donde parecía estar su opuesto. Tenía que esperar ver paz allí donde parecía haber discordia. Tenía que confiar y sentir el cuidado del amor de Dios, donde parecía haber un choque de voluntades fuertes. Tenía que dejar de envidiar a otras familias que parecían ser más felices. Comencé a comprender que todos disponemos de la misma clase y cantidad de amor, porque el amor de Dios es infinito.

Tenía que aprender que la opinión generalizada acerca de los adolescentes no podía afectar mi amor por mi hija. Por medio de Ciencia y Salud aprendí que el afecto de una madre es permanente y perdura aun en circunstancias difíciles. Véase Ciencia y Salud, pág. 60. Esto me ayudó a reabrir la puerta de mi corazón al gran corazón del Amor y a vivir nuevamente el amor que sentía por mi hija. También tuve que comprender que ninguna persona ni situación me podía quitar la alegría, porque procede de Dios. Yo tenía el derecho y el deber de expresar y sentir alegría en todo momento, sin importar con quién estaba o lo que estuviera sucediendo.

Esas grandes lecciones produjeron en mí un verdadero milenio espiritual, y me dieron una forma de vivir completamente nueva.

No había nada que esperar, ni nada que temer. Tan sólo debía comenzar a cambiar mi pensamiento. Al hacerlo, encontré que el poder del Amor nos sostenía a cada paso. La situación cambió completamente y hoy mi hija y yo tenemos una relación muy especial y afectuosa. El poder del Amor estuvo siempre a nuestro alcance para mí y mi hija. Y está al alcance de todos.

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