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Orar sin condenar

Del número de septiembre de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Un Invierno hice un viaje bastante largo para visitar a mi prima en Polonia, en una ciudad industrial de minas de carbón. Era un lugar de mucho frío, y gris debido al hollín. La gente caminaba a los tropiezos por la calle, embriagada por el alcohol. En la estación del tren, una mujer se cayó al suelo, aparentemente drogada.

Me embargó una profunda tristeza. Al mismo tiempo, ansiaba ver y sentir el poder y la presencia de Dios. La Biblia nos promete: “Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; aun la noche resplandecerá alrededor de mí”. Salmo 139:11. Oraba constantemente para ver la luz.

Un día mi prima y yo acordamos encontrarnos por la noche en un bar muy popular cerca de su escuela. Faltaban varias horas para encontrarme con ella, y como no quería quedarme afuera en la calle, que estaba cubierta de hielo, me senté en el bar.

Me sentí rodeada de imágenes muy depresivas. Se me iba el alma al suelo al ver a diestra y siniestra personas recogiendo las cervezas que el cantinero les daba, mientras que otras salían del bar con el estómago revuelto por la embriaguez. Yo sentía un tremendo dolor de cabeza.

Sentada en el bar, abrí mi pequeña Biblia de viaje en busca de ayuda. Una de las parábolas de Jesús atrajo mi atención. Cuenta de dos hombres que entran al templo a orar. Véase Lucas 18:9–14. Uno de ellos es justo, aunque arrogante. El otro es tosco, pero humilde. El primero dice: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres”. Mientras que el otro habla con Dios, sin compararse con los demás. Me di cuenta de que yo era como el hombre orgulloso de esa historia. Y que debía orar sin juzgar a los demás. ¡Qué revelación!

El creador divino no hizo gente ebria ni drogada. Hizo a todos puros y alertas. “La individualidad genuina del hombre se puede reconocer sólo en lo que es bueno y verdadero”.Ciencia y Salud, pág. 294.

Al leer esto, lo que la gente estaba haciendo a mi alrededor pareció dejar de tener sentido. No tenía nada que ver con lo que ellos eran en verdad. Comencé a comprender la manera en que Dios identifica a Su creación, tan espiritual e inmaculada como Él mismo es. Fue maravilloso. Me liberó del dolor de cabeza y del pesar que sentía. Inudó mi corazón de amor por todas las personas que estaban adentro del bar y en la calle.

Luego vi a un muchacho que había conocido en la escuela de mi prima. Al hablar con él, me sentí tan feliz, como debe sentirse Dios por cada uno de nosotros, es decir por Sus propios hijos. Mi manera de pensar no tenía nada que ver con lo que hacían los demás. La bondad y el amor de Dios era lo que yo ahora estaba tratando de ver. Y así lo hice.


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