Durante Mi Primer año en la universidad, de pronto me embargó un gran temor. Yo soy una persona muy alegre, pero una mañana me desperté muy deprimida y con mucho miedo por lo que ocurriría durante el día. Por varios días, me sentí abrumada por sentimientos de tristeza y desesperación, y me costaba mucho asistir a las clases, algo que normalmente me encanta hacer.
Fue entonces cuando una amiga comentó que nunca me había visto tan seria. Me dio algunos de sus conjeturas acerca de la naturaleza de mi problema, el clima tan opaco y gris, el estrés propio de la escuela, etc. Casi le doy la razón, pero lo cierto es que me encontraba en una situación en que ni siquiera un día perfecto de primavera me hubiera ayudado a levantarme el ánimo.
Al final de la conversación surgió la palabra depresión. Al principio me sorprendió, pero entonces sentí miedo. Cuando estaba en la escuela secundaria y en la universidad, había conocido varias personas a quienes les habían diagnosticado depresión, pero yo misma nunca había tenido que enfrentarla.
En el pasado, había tenido muchas conversaciones sobre este tema con una de mis buenas amigas, que tomaba medicamentos para controlar el problema. Yo la había alentado a disfrutar cada cosa pequeña de la vida, y a estar agradecida por todo el bien que la rodeaba, en lugar de concentrarse en sus dificultades. "Cada mañana toma la decisión de sentirte feliz", recuerdo que le dije. Al pensar en esas conversaciones, tomé la decisión de empezar decididamente a ver todo el bien que había en mi propia vida, por más pequeño que fuera, y tratar de estar feliz, desde el momento en que me despertaba.
Esto pareció ayudarme un día o dos. Pero luego comencé otra semana sintiéndome aún como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para sentirme contenta. Me empecé a desesperar. Parecía como que estaba atrapada en una niebla mental que me resultaba imposible disolver. Lo peor era que no lograba identificar por qué me estaba sintiendo de ese modo.
Un día gris, después de salir de clase, estaba sentada en el autobús de camino a casa, cuando de pronto descubrí lo que debía hacer. Sí, podía hablar con mis amigos sobre la manera en que me sentía, con la esperanza de llegar a la raíz del problema. Sí, podía hacer un esfuerzo para expresar gratitud por la vida con más frecuencia. Incluso me podía esforzar por ser feliz. Pero lo que realmente necesitaba era más que un pensamiento positivo. Necesitaba orar.
Había tenido muchas curaciones físicas mediante la oración, pero nunca antes había orado por un problema que parecía tan incierto. ¿Podía realmente orar por la depresión? Fue entonces cuando me di cuenta de que en esencia todos los problemas tienen un origen mental, y no había razón para no sanar de depresión orando de esta manera, como lo había hecho en tantas otras ocasiones en el pasado.
Recurrí a la Biblia y a Ciencia y Salud en busca de inspiración. Hoy, cuando pienso en aquel viaje en autobús, ni siquiera me acuerdo de lo que leí. Lo que sí recuerdo es la maravillosa sensación de alegría que me embargó. El cambio fue notable. Por primera vez en más de una semana, me sentí verdaderamente feliz, sin hacer ningún esfuerzo, y me di cuenta de que esa alegría venía directamente de Dios. No tenía que luchar para sentirme contenta y agradecida. Recordé la letra de un himno que me gusta mucho, que capta perfectamente ese nuevo sentido de felicidad: "De puro gozo lleno estoy. ¡Con el Amor andando voy!"Himnario de la Christian Science, Nº 139. Me puse a pensar un poco más en el asunto de la depresión, y reconocí que Dios es Mente. Él era mi mente. Por ende, ninguna circunstancia humana tenía el poder para controlar mis emociones. Dios, la Mente divina, era buena y no me hacía sentir ansiosa y sin esperanza. Y eso era verdad no sólo para mí sino para todos.
Me di cuenta de que quizás yo me había estado sintiendo superior a aquellos que estaban enfrentando la depresión, con mucha justificación propia por el hecho de que soy alegre por naturaleza. Entonces comprendí que había sido una gran equivocación pensar así. Percibí que para cada hijo e hija de Dios es natural sentir felicidad, esperanza y optimismo.
Al mirar la escena invernal por la ventana, me embargó una alegría enorme. Estaba encantada de ser yo misma otra vez. A pesar del invierno y de estar en medio de un semestre muy exigente, yo sentía una alegría que nada ni nadie me podía quitar. Lo mejor de todo es que cuando noté la manera en que la nieve destellaba en los árboles, y me alegré por el verde oscuro de los pinos, me di cuenta de que ese día gris, no era tan gris después de todo.