En 1996, fui contratado como custodia de un edificio en el que funcionaba un jardín de infantes. Cuando el encargado de la escuela me mostró el lugar, señaló una pared lateral, donde había seis ventanales muy grandes. Según me dijo, a pesar de que los vidrios eran de doble espesor, casi todas las semanas unos vándalos las rompían arrojándoles piedras de gran tamaño.
El encargado de la escuela me dijo que esos actos de vandalismo eran inevitables y que nada podía hacerse al respecto. Pero yo me negué a aceptar que la escuela estuviera obligada a soportar esos ataques.
El mismo día que asumí mis funciones, los vidrios de todas las ventanas aparecieron rotos, por lo que llamé a la policía, que tomó nota del hecho y lo comunicó a la compañía de seguros. Ésta, a su vez, hizo reemplazar los vidrios, tal como se hacía habitualmente. Ese día, le dije al encargado de la escuela que iba a orar para sanar la situación. Él me respondió que el problema tenía ya mucho tiempo y que no creía que la oración pudiera resolverlo.
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