En Nuestro barrio vivían muchos niños. Un día, una vecina trajo a mi hija Diana, que entonces tenía cuatro años, y me mostró que la niña tenía unas pequeñas lesiones en la piel. Me dijo que era impétigo, una enfermedad que probablemente le había contagiado su hijo. Después agregó que yo tendría que llevarla al médico, para que éste le diera medicamentos o inyecciones. También me ofreció una loción para que le pasara en la piel antes de ir al médico. Yo le agradecí y le dije que íbamos a orar para que la niña sanara. Por la cara que puso, dio señas de no entender de qué hablaba yo.
Mi padre había sido estudiante de la Christian Science toda su vida y mi madre había comenzado a estudiarla poco después de casarse. Por lo tanto, yo estaba acostumbrada a recurrir a Dios cuando tenía algún problema. Pero ésta era la primera vez que tenía que hacerlo para ayudar a otra persona, y me sentía responsable por el bienestar de mi hija.
Comencé a orar. Llevé a Diana adentro de la casa, la puse en la cama, me senté y comencé a leerle historias de la Biblia y a cantarle sus himnos favoritos. La oración me hizo sentir bien, por lo que la dejé jugando, mientras yo me ocupaba de lavar la ropa, preparar la cena y cuidar de su hermano menor.
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