En Nuestro barrio vivían muchos niños. Un día, una vecina trajo a mi hija Diana, que entonces tenía cuatro años, y me mostró que la niña tenía unas pequeñas lesiones en la piel. Me dijo que era impétigo, una enfermedad que probablemente le había contagiado su hijo. Después agregó que yo tendría que llevarla al médico, para que éste le diera medicamentos o inyecciones. También me ofreció una loción para que le pasara en la piel antes de ir al médico. Yo le agradecí y le dije que íbamos a orar para que la niña sanara. Por la cara que puso, dio señas de no entender de qué hablaba yo.
Mi padre había sido estudiante de la Christian Science toda su vida y mi madre había comenzado a estudiarla poco después de casarse. Por lo tanto, yo estaba acostumbrada a recurrir a Dios cuando tenía algún problema. Pero ésta era la primera vez que tenía que hacerlo para ayudar a otra persona, y me sentía responsable por el bienestar de mi hija.
Comencé a orar. Llevé a Diana adentro de la casa, la puse en la cama, me senté y comencé a leerle historias de la Biblia y a cantarle sus himnos favoritos. La oración me hizo sentir bien, por lo que la dejé jugando, mientras yo me ocupaba de lavar la ropa, preparar la cena y cuidar de su hermano menor.
Más tarde volví a examinarle la piel y encontré que tenía más manchas que antes.
Mi esposo hacía poco que conocía la Christian Science, pero apoyaba mi decisión de confiar en la oración para sanar a nuestros hijos. Mientras esperaba que Dios hiciera Su obra, cerré las cortinas y llevé a mis hijos adentro, como si tratara de protegerlos de las miradas de los vecinos. En lugar de saber que su verdadero ser estaba escondido "con Cristo en Dios", como dice la Biblia, Colosenses 3:3. trataba de impedir que la vieran.
Oré durante varios días en medio de las tareas domésticas y a cada rato miraba la piel de Diana, sólo para encontrarla peor que antes. Entonces me di cuenta de que debía de estar haciendo algo mal. La niña estaba feliz, se sentía bien y no se quejaba, pero estaba desconcertada porque no le permitía jugar con sus amigas.
Finalmente llamé a mi papá y le conté lo que ocurría. Él me pidió que dejara de considerar a mi hija como una posesión personal y de sentir que su bienestar dependía de mí, pues ella le pertenecía completamente a Dios. Me dijo que yo "reflejaba la capacidad de Dios". Evidentemente, yo no me estaba acordando de eso. En mi interior sabía que Dios siempre me había cuidado y amado. ¿Acaso ese mismo cuidado y amor no se aplicaban también a mi hija?
Sentí alivio al escucharlo. Después de hablar con él, volví a la habitación de Diana y le pregunté si quería jugar en la bañera (su pasatiempo favorito). Durante varios días no le había permitido hacer esto, creo que por temor a las consecuencias. Abrí las cortinas, puse música, llené la bañera de espuma, le di a Diana sus juguetes y la dejé que se entretuviera.
Cuando la saqué de la bañera, vi en ella restos de piel seca, y me acordé del relato bíblico del hombre a quien Jesús había sanado de lepra. El relato bíblico dice: "Y así que el hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio". Marcos 1:42. El hombre había tenido fe en el poder de Dios para sanarlo, y únicamente pidió ser limpiado, y lo fue. Ahora también nuestra hija se había sanado. Su piel lucía nueva y tenía un color rosado, que en pocos días se tornó normal. Todos agradecimos a Dios por esta maravillosa curación. Diana nunca más volvió a sufrir de esa afección.