Recuerdo una vez en que, estando en agonía mental, recurrí a Dios con desesperación en busca de ayuda.
Necesitaba encontrar algo más sólido que la simple creencia, algo más que la mera fe. Necesitaba comprender que la vida jamás se pierde, que el bien continúa y que nunca dejamos de estar a salvo. Y tenía que entender esos hechos espirituales, porque estaba sufriendo tremendamente. La policía nos acababa de informar a mi esposo y a mí que nuestro hijo había muerto. Lo había atropellado un automóvil y el conductor se había dado a la fuga.
Una casa dividida no permanece
Esa oración en busca de entendimiento fue para mí como una roca a la que aferrarme, y que yo sabía me traería consuelo.
Pocos días después, escuché este dulce y poderoso mensaje de Dios: "...si una casa está dividida contra sí misma, tal casa no puede permanecer". Marcos 3:25. En ese momento percibí que mi "casa" era en realidad mi conciencia, y que yo no podía permitir que estuviera dividida entre la vida y la muerte. Que por mi propio bien, por el bien de mi familia, y especialmente por el bien de mi hijo, yo debía elegir la Vida, Dios.
Esa idea, con la cual oré durante muchos días, me sostuvo, me dio consuelo y paz, pero por sobre todas las cosas, me dio la absoluta certeza de que Dios estaba conmigo.
Llegó un día en el que me di cuenta de que ya no extrañaba a mi hijo y dejé de sufrir. Me sorprendí al descubrirlo y me pregunté cómo había ocurrido eso. Cuando le pregunté a Dios: "¿Por qué no lo extraño?" escuché esta consoladora respuesta: "Porque has aceptado la vida, no la muerte. Te has dado cuenta de que Dios es su Vida".
El hecho de que ya no extrañara a mi hijo no dejó en mí un vacío. Continúo amándolo, pero desde entonces lo amo con una profundidad que antes me parecía imposible sentir, y ese amor se ha extendido hasta incluir a mi familia y a mis amigos.
Llegué a la convicción de que mi hijo sigue progresando, superando limitaciones, encontrando su vida en el gran amor de Dios, sintiendo la felicidad de la promesa de Pablo: "Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos..." Hechos 17:28. La convicción de que la vida de mi hijo continúa en Dios, me llevó a reconocer que era imposible lamentar la pérdida o estar separada de él.
Todo el doloroso recuerdo de aquel tiempo se ha desvanecido ante la presencia del Consolador, el Dios omnipresente, a quien doy gracias.