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Un tête-á-tête con Dios

Del número de marzo de 2002 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Me Gusta mucho el personaje de Tevye, en la obra El violinista en el tejado. Él habla directamente con Dios, incluso discute con Él. Es como si fueran viejos amigos. En una de las canciones, Tevye Le pregunta: "Si yo fuera rico, ¿estropearía el grandioso y eterno plan?"

A mí también me gustaría caminar y hablar con Dios como con un amigo. Entonces, ¿por qué algunos nos comunicamos con Él de una manera tan formal? En ocasiones especiales, para las fiestas o cuando tenemos problemas graves, nos inclinamos, aclaramos la garganta y nos dirigimos a Dios con una lista de preocupaciones y pedidos; o Le agradecemos por nuestras bendiciones.

Pero, ¿qué pasaría si camináramos cada día y a cada paso con Él, agradeciéndole, consultándolo e incluso discutiendo con Él hasta entender lo que quiere que aprendamos de nuestros problemas diarios? Si hiciéramos esto siempre, Él no nos parecería tan inalcanzable cuando nos enfrentamos con algún problema realmente grave.

¿Piensa acaso que esto desmerece la relación que tenemos con Dios? ¿Que rebajamos Su importancia cuando le preguntamos cosas insignificantes? Yo no lo creo. Me he dado cuenta de que cuando reconozco Su presencia, Dios me da pruebas de que es un amigo que me alienta y me hace sentir segura en su compañía.

Yo no acostumbraba a hablar con Dios. Distaba mucho de reconocer Su presencia. A esa falta de comunicación, yo la llamaba "el agujero negro de la oración". Tal vez usted sepa de qué estoy hablando. Ocurre cuando uno se pone a orar y no pasa nada.

Yo quería hablar con Dios todos los días en un tono íntimo, pero me confundían los detalles. No sabía si me debía arrodillar, sentarme con las piernas cruzadas o cerrar los ojos. Cuando comenzaba a orar pensaba en un pasaje de la Biblia que me gustaba mucho, o en uno de mis himnos favoritos. Era como cuando entro en la computadora, después de dar todos los pasos que eso requiere. ¿Cuál era la contraseña? ¿Qué pasaría si la olvidaba? ¿Podría fallar el sistema?

Durante años, utilicé una manera bastante formal de orar o hablar con Dios. Yo oraba más o menos así: "Nuestro Padre-Madre Dios que estás en los cielos, estoy realmente feliz de que estés allí. Soy yo, Tu hija, Tu reflejo e idea. Quiero agradecerte por todo lo que haces..." La oración contenía algunas cosas específicas, como problemas que me molestaban o agradecimiento por haber resuelto algo. Pero como que mantenía cierta distancia entre Dios y yo.

Parte del problema puede haber sido que yo me dirigía a Dios pero no tenía realmente un diálogo con Él. Mi oración era unilateral: palabras reverentes de mi parte, después de lo cual colgaba el teléfono de la oración y continuaba con mis quehaceres. Esto no siempre me hacía sentir cerca de Dios. Pero de alguna manera tenía que comenzar mi oración y estaba satisfecha de que por lo menos hacía el esfuerzo de orar.

Pero entonces el perro se escapaba, el empleado no se presentaba a trabajar, los ratones (u hormigas, dependiendo de la estación del año) invadían la cocina, la compañía telefónica de larga distancia me cobraba de más, y mi hija, que vivía a 480 km de distancia, me llamaba para decirme que no estaba bien. Y yo, de pronto, me sentía sola. Sola con los caóticos altibajos de la vida.

Comencé a hablar con Dios mientras hacía sopa o puré de manzanas, tanto si tenía algo que batir o me quedaba sentada y callada. Algo en el aroma de la buena comida burbujeante me animaba a charlar. Y eso hacía.

Por mucho tiempo, Él no me contestó. Pero luego me di cuenta de que no le estaba dando ninguna oportunidad de hacerlo. Yo tenía miedo de escuchar. Miedo de que me contestara y también de que no lo hiciera. ¿Qué pasaría si Él me dijera que yo era un completo desastre? ¿O que estaba desilusionado de mí? ¿O no me respondía porque: 1) Él no hablaba conmigo, o 2) ni siquiera estaba allí?

Sin embargo, hubo un perfecto día de otoño, fresco y resplandeciente, y una simple y nutritiva olla de manzanas hirviendo. Y entonces, ya no volví a sentir que Él estaba lejos. Estuve dispuesta a arriesgarme a escucharlo, aunque me dijera algo no muy placentero sobre la forma en que yo debía cambiar. Tuve la certeza de que, pasara lo que pasara, Él estaba verdaderamente conmigo.

Sentada a la mesa de la cocina, pude oír que Dios me hablaba, por supuesto no con voz humana. Era más bien como una canción que apenas se escucha y luego se oye más claramente, y que en realidad, le está hablando a ese yo interior que se siente solo y abandonado.

El nudo en mi estómago empezó a aflojarse y el amor de Dios me alcanzó y me rodeó con sus brazos como una madre acuna a su hijo. Si ese día yo no había estado muy simpática con el carnicero, el panadero o el vecino de enfrente, el amor maternal de Dios me ayudaba a ver que ésa no era yo. Sabía que podía mejorar, y quería hacerlo después de esas conversaciones con Dios. Entonces el perro volvía a casa, un poquito oloroso, pero no mucho más de lo que estaba antes de escaparse. Mi hija me llamaba para decirme que se sentía mejor, pero no antes de asegurarse de que contaba con mi atención y mi afecto maternal. El empleado venía o no, pero las cosas se hacían igual. Aprendí a preocuparme menos por las hormigas y los ratones porque, después de todo, vivo en el campo y ellos también.

No entremos en detalles acerca de los problemas con la compañía de teléfonos, porque Dios y yo todavía estamos trabajando en eso.

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