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Recuperé la alegría

Del número de marzo de 2002 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La Sombra de los árboles fue como un descanso muy bien recibido bajo el intenso calor del verano. Cuando mis ojos se acostumbraron a los verdes que había a mi alrededor, un rayo de luz de pronto tuvo un destello rojo y brillante. Una pequeña hoja de arce de cinco puntas, luciendo prematuramente sus colores otoñales, yacía en el sendero como una joya abandonada. Su inesperada belleza me impactó, pero al recogerla para poder admirarla, observé la exuberante cúpula vegetal que tenía sobre mí. "Es demasiado pronto", pensé con un dejo de tristeza. Demasiado pronto para que esa hoja reposara en mi mano en lugar de bailar en la brisa.

Meses más tarde, cuando mi mejor amiga y consejera falleció, tuve que luchar con esos mismos sentimientos. Esta mujer había llevado una vida muy activa, como líder de su comunidad, como maestra de religión, como esposa, madre y abuela. Todo el mundo la quería mucho por su gracia, afecto y generosidad. Había sido un privilegio para mí ser incluida en su afectuosa familia que acogía a todo aquél que necesitara una presencia maternal. Pero a pesar de lo rica y plena que había sido su vida, para quienes la conocimos, su fallecimiento nos pareció prematuro.

En ese momento yo estaba estudiando las cartas del apóstol Pablo a los corintios. Él consideraba que la resurrección de Jesús era la prueba innegable de que la vida es eterna. 1 Corintios 15: 13–20. Al explicar a sus amigos en Corinto lo que pensaba, les pidió que consideraran la verdadera naturaleza de la vida: "no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas". 2 Corintios 4:18. La confianza de Pablo en la vida eterna, independiente del cuerpo material, era un argumento evidente al que podía aferrarme cuando sintiera todo el peso del dolor por el fallecimiento de mi amiga. Su vida continuaba, aunque de una manera que mis insignificantes cinco sentidos no podían percibir. Sin embargo, todavía me embargaba una tristeza que no podía dejar de reprimir.

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