La Sombra de los árboles fue como un descanso muy bien recibido bajo el intenso calor del verano. Cuando mis ojos se acostumbraron a los verdes que había a mi alrededor, un rayo de luz de pronto tuvo un destello rojo y brillante. Una pequeña hoja de arce de cinco puntas, luciendo prematuramente sus colores otoñales, yacía en el sendero como una joya abandonada. Su inesperada belleza me impactó, pero al recogerla para poder admirarla, observé la exuberante cúpula vegetal que tenía sobre mí. "Es demasiado pronto", pensé con un dejo de tristeza. Demasiado pronto para que esa hoja reposara en mi mano en lugar de bailar en la brisa.
Meses más tarde, cuando mi mejor amiga y consejera falleció, tuve que luchar con esos mismos sentimientos. Esta mujer había llevado una vida muy activa, como líder de su comunidad, como maestra de religión, como esposa, madre y abuela. Todo el mundo la quería mucho por su gracia, afecto y generosidad. Había sido un privilegio para mí ser incluida en su afectuosa familia que acogía a todo aquél que necesitara una presencia maternal. Pero a pesar de lo rica y plena que había sido su vida, para quienes la conocimos, su fallecimiento nos pareció prematuro.
En ese momento yo estaba estudiando las cartas del apóstol Pablo a los corintios. Él consideraba que la resurrección de Jesús era la prueba innegable de que la vida es eterna. 1 Corintios 15: 13–20. Al explicar a sus amigos en Corinto lo que pensaba, les pidió que consideraran la verdadera naturaleza de la vida: "no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas". 2 Corintios 4:18. La confianza de Pablo en la vida eterna, independiente del cuerpo material, era un argumento evidente al que podía aferrarme cuando sintiera todo el peso del dolor por el fallecimiento de mi amiga. Su vida continuaba, aunque de una manera que mis insignificantes cinco sentidos no podían percibir. Sin embargo, todavía me embargaba una tristeza que no podía dejar de reprimir.
Un día, su familia me pidió que los ayudara a hacer un trámite. Feliz de poder ayudarlos, subí al coche, pero de inmediato sentí un dolor de cabeza muy fuerte. Todo lo que podía hacer era recurrir a Dios en silencio y de todo corazón. Una frase de Ciencia y Salud alboreó en mi pensamiento: "Las creencias de sufrimiento, pecado y muerte son irreales".Ciencia y Salud, pág. 76.
En ese momento me pareció una declaración asombrosa. ¿En qué sentido podían esos tres males, que son impuestos sobre la humanidad a diario, ser "irreales"?
La pregunta me conmovió lo suficiente como para hacerme razonar de la siguiente manera, a pesar del dolor que sentía: Si Dios es el creador de todo, entonces todo lo que es real viene de Dios, únicamente. Cuando algo no procede de Dios es irreal. La muerte no puede tener su origen en Dios, quien es la Vida eterna. El pecado no puede originarse en Dios, que es el Espíritu puro. El sufrimiento no emana de Dios, que es el Amor infinito. De modo que la muerte, el pecado y el sufrimiento son sólo ilusiones engañosas, no realidades que Dios pueda enviar. Como ilusiones o creencias falsas, por más reales que parezcan ser, no tienen autoridad que provenga de Dios. Percibí que esas creencias no tenían ninguna relación con la Vida y Su expresión, y que ésta nos incluía a mi amiga y a mí. Yo no tenía que sufrir dolores físicos o emocionales, y mi amiga no podía haber sido tocada por la muerte.
Esas ideas fueron tan claras y poderosas para mí, que el dolor de cabeza y el peso de la tristeza desaparecieron de inmediato. Sucedió tan rápida y completamente, que me quedé maravillada.
A mi alrededor, sin embargo, el dolor continuó conmoviendo a la comunidad durante semanas y meses. Vecinos, amigos y conocidos de las organizaciones cívicas insistían en presentar sus condolencias. Algunas veces sus comentarios me resultaban extraños, cuando se esforzaban por transmitir emociones que no habían podido superar. Podía ver el dolor a mi alrededor, pero no sabía qué más hacer. En ese momento me sentía libre de la tristeza, así que, quizá en forma bastante pasiva, me dije a mí misma que Dios se ocuparía de las necesidades de los demás.
Entonces una tarde, muchos meses después, mi hijo de nueve años me tomó desprevenida. Íbamos en el coche, cuando de pronto me dijo cuánto extrañaba a mi amiga. Comprendí que necesitaba orar por mi hijo y por las otras personas que todavía echaban mucho de menos su compañía. Yo quería que ellos también sintieran el consuelo que yo había encontrado.
Recordé que Jesús había prometido: "Bienaventurados los que lloren, porque ellos recibirán consolación". Mateo 5:4. La palabra consolar es sinónimo de confortar, que proviene del latín y significa dar fuerzas. Entonces razoné que Jesús, con esa bendición, estaba prometiendo fortaleza a sus seguidores. Más tarde, cuando anunció su propia crucifixión, preparó a sus amigos más íntimos para una victoria sobre la tristeza y la muerte, al decirles: "aunque vosotros estéis tristes, vuestra tristeza se convertirá en gozo". Juan 16:20. Y cuando la fiel amiga y seguidora de Jesús, llamada María, y otra mujer, fueron a llorar frente al sepulcro, descubrieron que la tumba estaba vacía y que su Maestro vivía. ¿Se habrán sentido fortalecidas? Estas mujeres apenas pudieron contener su alegría y corrieron a dar la noticia al resto de los seguidores de Jesús. Mateo 28:1–10.
En aquella época, las buenas noticias también viajaban rápido, aun cuando no existían teléfonos celulares ni correo electrónico. El consuelo que trajo la resurrección empezó a expandirse a través del Imperio Romano, y así surgieron grupos que se unieron para formar entusiastas iglesias cristianas, a pesar de la persecución que sufrían por parte de las autoridades. Sin acobardarse, continuaron celebrando la presencia del amor de Dios que habían visto expresada en la vida de Jesús. Habían aprendido, por medio de las enseñanzas del Maestro, que no necesitaban su presencia física para tener la seguridad de que la amistad que tenían era permanente en el Amor divino.
Muy pronto, comencé a sentir ese Amor que nos había rodeado a cada uno de nosotros en Su abrazo infinito. Pude ver que el tiempo y el espacio no nos podían separar. Todo lo que amábamos en nuestra amiga estaba allí mismo, con nosotros: la inteligencia, el buen humor, la amabilidad, la calidez, la lealtad. Comprendí que venían de Dios, estaban siempre con Dios y Él estaba siempre a nuestro lado. También entendí que existía solamente un Dios que todo lo incluye, un solo Amor, y que todo es Suyo.
Después de esos momentos de callada reflexión, mi hijo y yo logramos dejar la tristeza a un lado. Comenzamos a hablar y a reír con los maravillosos recuerdos de nuestra amiga. Nos sentimos unidos a sus cualidades y vimos, casi con sorpresa, que todavía formaban buena parte de nuestra vida. En realidad, nunca se habían separado de nosotros. Y aún continúan brillando en nuestra comunidad. La naturaleza del Amor, que todo lo abarca, nos había traído verdadero consuelo, dándonos fortaleza, libertad, transformación y muchas bendiciones.