Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer

“Ese sábado pude cantar”

Del número de junio de 2003 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace varios años, cuando vivía en Uruguay, mi país natal, me estaba preparando para dar un recital, ya que soy soprano. Unos tres días antes de la función, tuve que llevar conmigo al ensayo a mi hija de cuatro años. Cuando llegamos a la esquina de mi casa, bajé la acera para llamar un taxi. De pronto oí que me gritaban: “¡Señora, cuidado!” Y sentí un fuerte golpe. Era un camión cuyo conductor, ebrio, nos había arrollado.

El cardán del vehículo se me clavó a la altura del esternón y no me permitía emitir palabra ni respirar. Debajo del camión, lo único que atiné a pensar fue que en el reino de Dios no existen los accidentes.

Nos sacaron a ambas de debajo del pesado vehículo y con un hilo de conciencia pude ver que mi hija estaba a salvo. Las ruedas habían pasado a unos centímetros de su cabeza pero no la habían tocado. Apenas podía oír a la gente que me preguntaba cómo me sentía. Finalmente, sólo pude decir “bien”, pensando en la manera en que había contestado la mujer sunamita en la Biblia. Cuando su hijo murió, le pidió ayuda al profeta Eliseo, cuyo siervo le preguntó cómo estaban ella y su hijo, y ella respondió: “bien”. (Véase 2 Reyes 4:18–37)

En medio de todo esto me aferré a lo que creía firmemente, como quizás lo había hecho la mujer sunamita; que en el reino de Dios lo único real es la armonía. No hay accidentes ni discordancia, solamente el bien es la realidad. Casi desvanecida, supe que lo importante era instalarme en la conciencia de estas verdades, la conciencia de que todo estaba bien, y que no habría efectos negativos porque nunca había ocurrido nada más que el bien.

Al cabo de unos segundos, perdí el conocimiento y cuando desperté, íbamos de camino a un hospital cercano. Los dos señores que venían en el camión en estado de ebriedad, estaban arrodillados a mi lado pidiéndome perdón. Les sonreí y les dije que no se preocuparan.

Cuando mi madre se enteró de lo que había ocurrido, pidió ayuda a una practicista de la Christian Science, y esta señora aceptó orar por nosotras. En el hospital nos hicieron a mí y a mi pequeña todo tipo de radiografías. Los médicos pensaron que había hemorragias internas y los vaticinios fueron muy funestos. Sin embargo, nada de eso demostró ser cierto. Más tarde, al oír a los médicos decir que era como si hubiéramos nacido de nuevo, yo agradecí íntimamente a Dios por mi hija y por mí.

Aunque aún no podía respirar ni andar normalmente, quise regresar a mi hogar. Mi experiencia ya me había demostrado el poder que tiene el reconocimiento de la verdad, en la experiencia individual.

Cuando mis compañeros se enteraron de lo acontecido me vinieron a visitar a casa y me dijeron que iban a tomar a otra soprano ya que entendían la situación por la que estaba atravesando. Les aseguré que yo iba a poder dar ese concierto.

Me di cuenta de que todavía me sentía muy irritada con los camioneros. Cuando mis compañeros se retiraron, continué orando. Mi agradecimiento era tan grande por ver a mi hija correr, caminar y estar bien, que me dediqué a agradecerle a Dios y a pedirle que me revelara lo que tenía que aprender de esta situación. Yo sabía que la voluntad de Dios era nuestro bienestar. Su voluntad siempre es el bien para Sus hijos.

Mary Baker Eddy escribió: “La devoción del pensamiento a un objetivo honrado hace posible alcanzarlo” (Ciencia y Salud, pág. 199). Mi objetivo era cumplir con mi deber. Fue entonces cuando sentí esos pensamientos angelicales de Dios. Una voz interior me hizo reflexionar sobre la manera en que estaba pensando acerca de los que venían conduciendo el camión.

Al principio, pensé que eran inconscientes y desconsiderados, pero luego reconocí que espiritualmente eran los hijos inocentes, puros y perfectos de Dios. Me di cuenta de que tenía que ver a estos hombres tal como Dios los veía. Durante la siguiente media hora, me dediqué a ese reconocimiento, a ampliarlo, a desarrollarlo, a amarlo. Y en poquísimo tiempo sentí una paz muy grande y ningún asomo de rencor contra ellos.

A los pocos minutos mi hija entró a mi habitación. En esos momentos sentía tanto amor que eso era de lo único que estaba consciente. No tenía miedo a las consecuencias del accidente, o a que no pudiera volver a cantar. Sentía solamente una gran paz interior. Mi hija se paró en la puerta a mirarme y le dije que se acercara, ya que quería darle un beso y un abrazo. Evidentemente, yo había olvidado que hasta ese momento no podía moverme. Cuando me incliné y giré el cuerpo levemente para abrazarla, oí un ruido muy fuerte, sentí un ajuste en el cuerpo y quedé brevemente sin respiración. Cuando me enderecé, sentí que todo estaba bien, que estaba sana, así que me levanté de la cama.

Ese pensamiento de amor, ese reconocimiento de la verdad, fue tan real y poderoso que tuvo un efecto transformador en mi conciencia y en mi cuerpo. Ese sábado pude cantar, y el concierto fue todo un éxito. Agradecí a Dios por Su bondad, por Su dirección, por Su cuidado.

Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más en este número / junio de 2003

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.