Hace varios años, cuando vivía en Uruguay, mi país natal, me estaba preparando para dar un recital, ya que soy soprano. Unos tres días antes de la función, tuve que llevar conmigo al ensayo a mi hija de cuatro años. Cuando llegamos a la esquina de mi casa, bajé la acera para llamar un taxi. De pronto oí que me gritaban: “¡Señora, cuidado!” Y sentí un fuerte golpe. Era un camión cuyo conductor, ebrio, nos había arrollado.
El cardán del vehículo se me clavó a la altura del esternón y no me permitía emitir palabra ni respirar. Debajo del camión, lo único que atiné a pensar fue que en el reino de Dios no existen los accidentes.
Nos sacaron a ambas de debajo del pesado vehículo y con un hilo de conciencia pude ver que mi hija estaba a salvo. Las ruedas habían pasado a unos centímetros de su cabeza pero no la habían tocado. Apenas podía oír a la gente que me preguntaba cómo me sentía. Finalmente, sólo pude decir “bien”, pensando en la manera en que había contestado la mujer sunamita en la Biblia. Cuando su hijo murió, le pidió ayuda al profeta Eliseo, cuyo siervo le preguntó cómo estaban ella y su hijo, y ella respondió: “bien”. (Véase 2 Reyes 4:18–37)
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